LA MAGIA DE ALBURQUERQUE
Moisés Cayetano Rosado
De Badajoz hasta Alburquerque hay 44 kms. de deliciosa
campiña, en un principio regada por el río Zapatón que va paralelo y cercano a
la carretera hasta Bótoa; luego, se espesa un encinar-alcornocal que asciende
por cerros y sierras que, a partir del Puerto de los Conejeros, nos dejan ver
al fondo la imagen majestuosa del
castillo de Luna, como un enorme cirio levantado en la roca gigantesca en que
se alza Alburquerque.
A un lado y otro, como guardianes del entorno, la
Sierra del Puerto del Centinela y la Sierra del Castaño, nos muestran los
efectos caprichosos de la erosión
diferencial sobre el granito y la pizarra de distinta consistencia: es una
de las vistas más bellas que nos sean dado contemplar.
La población,
declarada Conjunto Histórico-Artístico, no sólo atesora el castillo roquero de
Luna, construido a partir del s. XIV, junto a la mayor parte de lienzos,
torres y puertas del recinto fortificado que envolvía a la antigua villa, sino también diversos salientes abaluartados del
s. XVII, levantados a causa de los continuos conflictos con Portugal. Pero,
sobre todo, hemos de añadir su delicioso
barrio medieval de puertas y ventanas ojivales y adinteladas en recia
piedra de granito: afortunadamente se encuentra en continuo proceso de
restauración, tras anteriores actuaciones “modernizadoras” desafortunadas. Ello
se completa con el sinuoso y estrecho callejero, sus vueltas, revueltas,
plazoletas, cuestas, terraplenes...
Uniremos a todo esto la notable iglesia de Santa María del Castillo, dentro del mismo, románica
del s. XII; la de Santa María del
Mercado, del s. XIV, de buena estampa gótica, en la explanada occidental de
las fortificaciones, y la parroquial de
San Mateo, herreriana, del s. XVI, al lado del restaurado y revalorizado
Ayuntamiento, que da a su vez a una espaciosa plaza rectangular en dos niveles
donde siempre podremos hilvanar una charla sustanciosa con los acogedores
habitantes de la ciudad... comer por la mañana unos churros excelentes... y más
tarde tapear en sus bares.
Desde el
castillo, las vistas a la villa y al amplísimo entorno son inigualables.
Queda a sus pies la auténtica dehesa mediterránea occidental satisfactoriamente
conservada, y prolongándose al norte sucesivas cadenas montañosas que forman la
Sierre de San Pedro, sucedida en Portugal por las Serras de Marvão y de
San Mamede, inigualables tesoros ecológicos, todo ello declarado Reserva
Natural, que invitan a las excursiones a pie, en bicicleta de montaña o a
lomos de caballo.
Alburquerque, con esa sabiduría que
conservan los pueblos nobles y antiguos, sabe conjugar el arte, el respeto
urbanístico y ambiental, la recuperación histórica (magnífico es su Festival Medieval de finales de verano, en el que
todos sus habitantes participan), la vida sosegada y en relación amistosa
permanente entre sí y con los vecinos de un lado y otro de la raya, con los
tesoros de la buena cocina. Tómese en sus variados restaurantes la cocina de caza: venado en caldereta,
venado en dos salsas, arroz con liebre, perdiz estofada, jabalí al horno... o
cochinillo, o codillo de cerdo, o revuelto de criadillas de tierra, y verá como
el premio al anhelado cielo nos llega al paladar. Todo sin olvidar el antes aludido
tapeo por sus múltiples bares (váyase en la plaza al instalado en su restaurada
y apenas retocada Ermita), de generosa y gustosa variedad. Recomendable
resulta también comprar embutidos: lomos, chorizos, morcilla, mondongo... de
cerdo ibérico, curados en estas sierras que multiplican el sabor natural, al
que se unen sus fórmulas mágicas de preparación.