PARÍS LUMINOSA
Moisés
Cayetano Rosado
El Sena, con Notre Dame al fondo |
París
estaba como siempre. Magnífica y llena, luminosa y festiva, variada, rica,
bullendo de personas y colores. Puntual en sus transportes
colectivos, que milimetran el espacio y te llevan a cualquier lugar, apenas
caminando por los pasadizos subterráneos, apareciendo sorprendidos ante la
monumentalidad que desde la Île de la
Cité se despliega por todos los puntos cardinales.
Interior de la Sante-Chapelle |
Notre-Dame
repleta de turistas orientales que nos enseñan a sonreír y a posar en las
fotografías. La Sante-Chapelle
rodeada de precauciones contra el peligro indefinido y de ventanales polícromos
que son la culminación del arte gótico florido. Esos puentes románticos, que arriba, hacia el oeste nos llevan al
incomparable Musée du Louvre,
a los Jardins des Tuileries,
los grandes palacios, el Musée de
l’Orangérie (“templo” del impresionismo),
prolongándose a ojos vista por los Champs
Élysées hasta el Arc de Triomphe,
donde tantos nombres de localidades españolas aparecen como vencidas por la
zarpa de los ejércitos de Napoleón.
Monet en el Musée de l’Orangérie |
Al sur, esta colección agradable de puentes
siempre transitados por masas de turistas procedentes de todos los rincones,
nos colocan en el Barrio Latino, mi
preferido para tomar unos helados en
las tiendas Amorino, tras haber
comido sentado o por la calle en alguno de los múltiples restaurantes que lo
pueblan, y en donde elijo los kebabs
turcos, los escargots franceses, los
moules belgas y el vino de Bordeaux, o al atardecer crêpes au chocolat.
Después, el Musée de Cluny es un buen lugar en la zona para recorrer tesoros
medievales obtenidos de múltiples expolios, antes de pasear reposadamente por
el Jardin du Luxembourg y acercarse
luego a la mítica Sorbonne y al no
menos glorificado Panthéon y la
vecina Église de St.-Étienne du Mont.
Cuando se hace de noche y todo cobra
luminosidad interior, el foco de la Torre
Eiffel nos lanza ráfagas continuas y
nos enseña su cuello interminable un poco más al oeste todavía, descubriéndonos
cúpulas y torres en todas las direcciones.
Pero la noche es del Pigalle, el barrio bohemio de los míticos artistas de los siglos
XIX y XX, que aún conserva en parte su antigua grandeza, y en pie el Moulin Rouge, referencia imprescindible
(¡y cara!) de la noche parisiense. En los alrededores, todo tipo de tiendas de
sex shop, salas de espectáculos eróticos y más, personajes curiosos en la calle
y variados souvenirs, delicias de turistas orientales (¡cómo puede haber tantos
turistas orientales por París!).
Sacré-Coeur |
En algún momento ha de quedar tiempo para subir
al Sacré-Coeur, como ejercicio de
expiación, como prueba de que aún estamos en forma remontando interminables
escaleras, y para admirar a nuestros pies el París encantador que desde esta
punta norte se nos rinde y nos reta a más visitas pormenorizadas, entre las que
no debemos olvidar la de sus tres extraordinarios cementerios románticos de Montmartre al norte, Pére Lachaise al este y
Montparnasse al sur.
"Bucándose la vida" al pie de L'arc de Triomphe du Carrousel, en el Jain du Carrousel, frente al Louvre |
Abajo queda todo el latir alegre, descuidado.
Pero también el triste y duro de los que
se buscan la vida o la sostienen malamente vendiendo baratijas en los
alrededores de los monumentos: llaveros, colgantes… en los que predominan las
“Torres Eiffels” fabricadas en China y ofrecidas por manos subsaharianas en
número incontable. O esos otros, echados en el suelo, entre colchones y mantas,
niños y mayores, familias enteras del Este de Europa, que a saber cómo
sobreviven: veo un padre y una madre -por ejemplo- de menos de treinta años de
edad, con gesto desarmado, a la orilla del Sena; dos niños a su lado, que
pintan en una libreta de dibujos y me dicen al mirarlos “bonsoir”; entre ellos
un perrito que juega ensimismado, ajeno al horror del porvenir que se adivina…
¡Hay de todo en París, la ciudad luminosa del
amor… y del dolor!