EL DOLOROSO
FIN DEL OLVIDO
Autor: Luis González Soto.
Edita: Diputación de
Badajoz, 2009. 172 págs.
Aunque han pasado más de una docena de años
desde su publicación (su divulgación no se hizo efectiva hasta seis años
después, por desavenencias con el alcalde de Alburquerque, Ángel Vadillo),
quiero reseñar este libro impactante, que no debe caer en el olvido. Libro que
ya desde el título nos previene contra ello: El fin del olvido, porque hay que rememorar lo que merece tener
presente para ser conscientes de nuestra fragilidad, nuestro posible
envilecimiento, y la necesidad de prevenirnos contra ello. Libro testimonial,
pero a la vez obra delicadamente escrita, de una prosa sencilla y narración
bien tramada. Su autor, Luis González Soto, fallecía -nonagenario- en noviembre
de 2021, por lo que esta reseña ha de ser un homenaje a su memoria.
Al respecto, recuerdo que el 19 de noviembre
de 1971 compré en la Librería “El Drugstore” de Barcelona un poemario que me
acompañaría siempre desde aquellos 19 años de edad y que ahora vuelvo a
repasar: “Poesía, 1956-1970”, de Eladio Cabañero, un perdedor de la infame “Guerra”,
un perdedor siempre de la vida acomodada. Me acuerdo de la fecha porque
conservo casualmente el ticket de compra, como “señalador de página”.
Por ese tiempo frecuentaba el Hogar Extremeño
de Barcelona, y allí conocí a personajes singulares de los que siempre he
guardado un señalado recuerdo. Entre ellos, entrañablemente, siempre he tenido
presente a uno de los miembros de su Junta Directiva, a Luis González Soto, con
el que departí con frecuencia de poesía e incluso compartiría un premio poético
del Hogar en 1972.
Hombre agradable, educado, cortés, siempre
sonriente y de una elegancia natural que me estimulaba. Después, no he vuelto a
coincidir con él, aunque por amigos comunes tuve cierta relación, en especial
porque ambos colaboramos en la Revista “Azagala”, de Alburquerque, su pueblo
natal. Mucho me hablaban de su vida Francis Negrete, el director de la Revista,
y Esteban Sancho, uno de sus integrantes del Consejo de Redacción.
Y ocurre que, cuando ya no puedo intercambiar
comentarios con Luis, Esteban me entrega un ejemplar de su libro autobiográfico
El fin del olvido, poniéndome
previamente un poco al día de su traumática experiencia en la Guerra Civil, que
se le atravesó de niño, marcándolo de forma trágica.
Leyendo el libro he vuelto a recordar unos versos
memorables de aquel poemario entrañable de Eladio Cabañero, de edad similar a
Luis e igualmente golpeado por la sinrazón:
Y el
campo, ¿cómo era
antes
de que aquel cielo, aquellos hombres,
se
fueran a la guerra para no volver nunca?
[… …
… … …
… … …
… … … …]
Eran
caras alegres como nunca haya visto.
Era
antes de la guerra y yo tenía
de
cuatro a cinco años.
Muchos
ya no volvieron.
Algunos
no volvieron a echar hato los lunes
para
irse de semana, de vendimia.
El
cielo no volvió ni fue tan claro.
La
gente se hizo dura,
y a los
niños dejaron de querernos.
Y
nosotros, mis primos, mis amigos,
no
volvimos tampoco de la guerra.
En El
fin del olvido, Luis González Soto escribe una hermosa y desgarradora frase
(podría haberla firmado el mismo Eladio Cabañero) que es el centro neurálgico
de todo el libro, un libro que a medida que pasan las páginas se vuelve más
desgarrador y trágico, y que en este párrafo de tintes poéticos marca un límite
entre lo informativo que antecede y lo emotivo que sucede a continuación:
Muchos años después
me daría cuenta de que lo que nos estaba ocurriendo en aquellos momentos de
inseguridad y de miedo era que nos enfrentábamos a un fenómeno social
desconocido para nosotros: la guerra. Con ella terminaba una época feliz, las
excursiones a Panda en compañía de mi abuelo, el sencillo placer de merendar
pan de centeno regado con aceite de oliva, el chocolate de las visitas de mi
madre, las aceitunas aliñadas con tomillo de mi inefable tía Pascasia… Allí
terminaba también mi propia infancia, que moría sacrificada por unos hombres
que se habían propuesto arreglar el mundo a cañonazos sin tener en cuenta que
las verdaderas víctimas de su intransigencia seríamos los niños, que no
teníamos ninguna culpa de sus desacuerdo. [pág. 146]
Dividido en 31 capítulos, dos anexos y
bibliografía, más acertado Prólogo de Francisco Rodríguez Criado, el libro
sigue un orden cronológico. Se remonta especialmente al controvertido tema de
la posesión de tierras comunales en la población de Alburquerque, los famosos
Baldíos, tierras comunales acaparadas por un grupo de potentados, que van a ir
marcando el acontecer socio-político de la villa; después se va deteniendo en
las distintas etapas de la II República, para a continuación detallar de manera
especial la tragedia de la Guerra Civil y la desesperante y vengativa posguerra
que ha ido marcando a sus habitantes hasta el presente.
A través del “hilo conductor” de una familia
venida de Cataluña para instalar una fábrica de corcho en Alburquerque (la
familia Casanova) y de la suya propia -tan entrañable unida a ella, por el
trabajo y trágico destino común de perdedores de una guerra en la que no
tuvieron más parte que como víctimas inocentes-, Luis González Soto nos
presenta una narración rigurosa, testimonialmente impagable.
Las inquietudes liberales, progresistas, de
desenvolvimiento socio-económico de unos grupos capaces de transformar el
destino sumiso de un pueblo sometido al caciquismo, para lograr la justicia
social pacífica, se vieron cercenadas por la involución de los victoriosos,
potenciados por los “nuevos” aires del fascismo, aliados al clericalismo
tridentino. El “aire fresco” de la II República se vio emponzoñado por la
violencia de la guerra y el correlato de una “victoria” que se impuso
violentamente a la “paz”.
Digamos que Luis González Soto, en su El fin del olvido, rescata primeramente
la “memoria” de los antecedentes remotos del problema social y económico de la
población (tan similar al de su entorno, al “Sur” en general): la falta de
tierras, de trabajo, de recursos de subsistencia para la inmensa mayoría;
estudia después la esperanza de los nuevos tiempos republicanos y el empuje
empresarial de la riqueza autóctona -especialmente el corcho-, y desemboca en
la traumática guerra que puso fin a la esperanza: allí terminaba también mi propia infancia, escribe el autor, como
Eladio Cabañeros había versificado: y a
los niños dejaron de querernos.
Conforme avanzamos en la segunda parte, la de
la guerra y posguerra, el relato se hace doloroso, insoportable, por la crueldad
de los acontecimientos, por la saña en las persecuciones, las torturas, la
violación, la muerte, la prolongada persecución y represalias tan crueles.
¡Cuánto debió sufrir el niño que fue Luis
González Soto en los años cuarenta, en la adolescencia y primera juventud de
los cincuenta, tan marcados por el odio y las continuas vejaciones hacia él y
su familia, con el padre huido y muerto en Francia, sin volverlo a ver! O esa
familia catalana tan terriblemente perseguida y mortificada. O tantas familias
trabajadoras de Alburquerque, de Extremadura, de España, de cualquier lugar del
mundo donde los vencidos son sujetos de todas las represalias, justificadas con
la espada, la cruz o/y otros símbolos bajo el manto de sagrados.
Leer estas memorias resulta conveniente para
entender el mundo, para acercarnos al alcance de la maldad humana. Y también
para comprender la capacidad de sobrevivencia a que se puede llegar, aunque las
heridas estén ahí, y se muera con ellas, como le ha ocurrido a este querido
amigo, poeta, humanista, que siempre estará vivo en el recuerdo.
MOISÉS
CAYETANO ROSADO