DE MARRAQUECH
AL DESIERTO FRONTERIZO CON ARGELIA
Moisés Cayetano
Rosado
Hace poco más de un año relataba un viaje que
desde la costa marroquí (Essaouira) me llevaba al Valle de Ourika, en las
estribaciones occidentales del Alto Atlas (http://moisescayetanorosado.blogspot.com.es/2013/01/de-la-costa-la-montana-desde-marrakech.html).
Ahora toca adentrarse hacia el este, desde ese
punto de partida ineludible que es Marraquech, hasta el desierto del Sahara, en
la frontera con ArgeliaLa enorme
mezquita de la Koutoubia, vecina de la Plaza Jemma El Fna, siempre es como el
icono de “punto de partida”. Uno se encomienda a ella en la noche, como a
los buenos espíritus del destino, para iniciar la partida. Hermosa y
desafiante, recoge los cientos de sonidos que llegan de esta emblemática plaza
medieval de Marraquech, detenida en el tiempo. Aunque cada día la presencia
creciente de turistas pone la nota que desentona y fuerza usos en sus naturales
habitantes, que ganan unos pocos de dirhams a base de venta de refrescos,
comidas variadas, encantamiento de serpientes, buenaventuras, toques de
percusión, adivinanzas, narraciones, maquillajes, venta falsa de agua,
contorsiones, etc.
A
la mañana vendrá el periplo de casi 800 kilómetros para llegar hasta el
desierto. Primero cruzar el Alto Atlas por carreteras
sinuosas que suben y bajan las montañas como si fueran serpenteantes
atracciones de feria, colgadas de peñascales increíbles. La roca calcárea -formada
por sedimentos marinos a lo largo de millones de años-, sufrió el empuje
Terciario que dejó al descubierto extraordinarios plegamientos donde abundan
fósiles, ofrecidos por todos los rincones del camino. Las aguas torrenciales
que discurrieron entre ellas han ido modelando grandes cantos rodados, que
persisten desnudos en los fosos y también formando otras montañas de conglomerados,
bien compactados entre arcillas duras y consistentes.
Y de
arcilla y paja van a ser los poblados (ksur)
que encontremos en el camino: pueblos amurallados, con centenas de
viviendas, protegidos por esbeltas torres de vigilancias, de pequeños
ventanales y profusos esgrafiados geométricos, sin faltar nunca la mezquita,
airosa y con un aire parecido en su torre al de la Koutoubia.
El
Valle del Dadés, ya dejando atrás los picos nevados del Alto Atlas, se nos
presentará en todo su esplendor de formas, relieves
caprichosos, contorsiones, abismos, picachos elevados, profundas oquedades y
escasos hilos de agua, que aprovechan huertas y palmerales.
Hay que hacer noche en el camino, en uno de los
hoteles de en medio de estas montañas, reconfortándose con sus hariras
(sopa marroquí), cuscús (harina de cereales en grano, con verdura y carne) y tajines
(plato de barro donde se cuecen verduras y carne), sin olvidar los dátiles, las aceitunas, los dulces de
almendras y miel, sin que falte el té
con hierbabuena.
La
meta es el desierto, al que accedemos desde la población oriental de Merzouga,
en 4x4 que sustituirán al microbús. Y allí, tras atravesar una larga explanada
desértica de piedra y tierra desoladas, llegamos a esa otra desolación sublime
de la arena dorada que algo más allá nos llevaría hasta Argelia: es el momento
de utilizar los dromedarios para avanzar tranquilos.
Hay que volver un poco más al sur, pasando por Zagora, para seguir viendo la alternancia
de esos “dos desiertos” que son el de pedruscos, escasos palmerales y
restos de corrientes de ríos casi inexistentes, y el otro de arenales formando elevaciones, oquedades, ondulaciones
doradas, caprichosamente movidas por el viento.
Después vendrá el Valle del Drâa, similar al de Dadés (más al norte). Impresionante en
su relieve, en su erosión pétrea, en sus cortadas paredes verticales, que
no envidian a veces al mítico Cañón del Colorado. ¡Cuánta agua debió pasar un
día por sus canchales, hoy resecos, cuarteados, pulidos!
De allí, llegamos a Ouarzarzate, la “puerta del desierto”, la capital de todo este mundo
mágico del este del Gran Atlas, donde hay que visitar la kasba
(fortificación) de Taourirt, una de las más monumentales de este “mundo de
las mil kasbas” que es la majestuosa zona de valles y desierto del este
marroquí. Visita guiada con soltura por guía que se expresa bien en español y
conoce los misterios de la vida en las kasbas y los ksur de este apartado
territorio: allí la lucha por la vida se sostiene con unos pocos oasis de
palmeras y huertos bien cuidados, así como con un sufrido pastoreo de algunas
ovejas y unas pocas más de cabras, a lo que ayuda un turismo que todavía parece
respetuoso con el medio.
Son
dignos de visitar los zocos, los mercados de los pueblos que hay que cruzar en
el camino: tan laberínticos, variados, mezclados,
profundos en la conservación de sus costumbres. Minimalistas en sus fruterías,
verdulerías, especias, tiendas de tejidos, de cuero, luminarias…;
expresionistas en sus carnicerías, bastante más allá de las películas del
neorrealismo italiano.
Es curioso cómo
cambia el paisaje una vez que cruzamos de vuelta el Alto Atlas. Cómo verdea
hacia el oeste, se llena de árboles, de prados y de flores. Y cómo la carretera
se nos hace llevadera, sin los desfiladeros, las revueltas, las estrecheces,
los riesgos y sustos de la montaña. Y así, volvemos a recalar en Marraquech.
¡Buen momento para tomar un té en algún riad (casa típica para el alojamiento
turístico) del centro de la ciudad, otra vez al lado de la Plaza Jemma El Fna y
el milagro oral de su vida diaria, que mereció la calificación de Patrimonio de
la Humanidad!
Siempre quedan fuerzas para deambular sin prisas por su zoco
interminable, penetrar en la magia del tiempo detenido y de los sueños
desbordados (http://moisescayetanorosado.blogspot.com.es/2013/01/llamada-laoracion-en-la-plaza-de-djemaa.html).