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miércoles, 10 de junio de 2015

DE LEÓN A VILLAFRANCA DEL BIERZO, POR EL CAMINO DE SANTIAGO (I)
(De León a la Cruz de Ferro)
Moisés Cayetano Rosado
He visto descender a tantos caminantes por los Pirineos y el norte de España haciendo el Camino de Santiago que ahora, cuando vamos desde León a Villafranca del Bierzo, no me siendo nada sorprendido al ver la cantidad de personas de todas las edades y condiciones que lo recorren. En algunos pueblos nos dicen: “Gracias a ellos esto tiene alguna vida, porque si no ya no quedaba un alma por estos parajes”. Y es que algo van/vamos dejando en hospedaje, comidas y regalos.
Pero antes de entrar en León merece acercarse -quince kilómetros hacia el este- a visitar la iglesia de San Miguel de Escalada, del siglo X, joya del arte mozárabe español, destacando sus arcos de herradura pronunciada en pórtico e interior. ¡Lástima que ni un solo panel, ni un mínimo folleto, nos ayuden en el recorrido, en medio de la soledad campestre, donde un “guarda” del monumento nos cobra la entrada y, como buenamente puede, da algunas indicaciones en medio del lamento por los “recortes de la crisis” en cuanto a guías, ilustraciones y atención general.
Ya en León, lo mejor es parar cerca de la Basílica de San Isidoro, donde contemplar no solo este monumento esencial del arte románico occidental sino uno de los fragmentos mejor conservados de la muralla romana, que volveremos a admirar al lado de la catedral.
Las magníficas portadas esculpidas de San Isidoro dan acceso a un templo admirable, de Capilla Mayor gótica, con retablo de 24 tablas excelente. Pero lo más visitado es -con entrada inmediata exterior- el Panteón Real, del siglo XI, que acoge los sarcófagos de 23 reyes y reinas, más otras sepulturas de la familia real y nobleza; los frescos románicos del siglo XII, con escenas del Nuevo Testamento y calendario agrícola es de lo mejor que se ha realizado en pintura románica, y su estado de conservación es admirable.
Desde allí, callejeando por el quebrado laberinto del casco antiguo -uno de los más sugerentes lugares de “tapeo” de España, y al que llaman significativamente “Barrio Húmedo”-, llegamos a la catedral. Un bosque de pináculos, un abigarrado ramaje de arbotantes, en el exterior, así como una explosión de luces, colores figurativos, brillo y esplendor en las vidrieras de su interior, de las más notables del mundo. La riqueza escultórica gótica alcanza lo sublime en la Virgen Blanca, instalada en el absidiolo central del transepto, y cuya reproducción preside también la puerta central de la fachada principal del templo.
Ya camino de Astorga vamos viendo el reguero de peregrinos a pie y en bicicleta que pueblan carreteras y caminos. Causa admiración esa “casa volante” que cuelga a sus espaldas, el enorme macuto caminero que llevan incluso personas que hace ya más de una década que rebasaron el medio siglo de su vida.
Y en Astorga, el magnífico regalo de su catedral, su vecino Palacio Episcopal y numerosos vestigios romanos. La primera, pedagógico “libro de arte” en que se suceden el gótico flamígero (sobre todo en el ábside), renacimiento, plateresco y barroco (especialmente en portada). El segundo, obra neogótica de finales del siglo XIX, hecha por Gaudí -como la Casa de los Botines de León, en cuya plaza (de Santo Domingo) habíamos dejado el coche, por su cercanía al centro y amplio aparcamiento “bien cobrado”-. Los terceros, presentes en excavaciones y en la admirable muralla que en gran parte rodea a la ciudad, aunque bastante maltratada por construcciones adosadas y elementos de mobiliario urbano incluso en abandono, por no decir pintadas y otros desprecios a la historia.
Para compensar este “mal sabor”, no estará mal comerse un cocido maragato en esta capital de la comarca (comida “al revés”: se empieza por las carnes y se termina por el caldo) y saborear sus gruesos, gigantescos chocolates, para mí de los mejores, junto a los de Toro.
Un poco más allá, a unos cinco kilómetros, la gran sorpresa de Castrillo de los Polvazares, uno de los pueblos más encantadores del país. De precioso empedrado pizarroso, con amplias piezas al medio y menudas en los bordes; puertas adinteladas enmarcadas en gruesos maderos; portalones con amplio arco de medio punto, alternando  cal y canto y sillarejo en las fachadas; colorido en verde y rojo de esas puertas, portones y ventanas; cubiertas de teja árabe a dos y cuatro aguas, y amplísimos corredores de acceso a las estancias principales. Señales de riqueza en medio de la pobreza secular de la Maragatería, foco de visitantes en fines de semana y vacaciones, que tuvimos la suerte de recorrer en día de diario solitario.

Y veinticinco kilómetros más allá, uno de los emblemas del Camino de Santiago: la Cruz de Ferro, tras la que pasamos al Bierzo. Al medio de un montón de tierra y piedras de 5 metros de diámetro (arrojadas ritualmente por peregrinos y campesinos a lo largo de los siglos) se alza una sencilla cruz de hierro sobre un palo desnudo. Sustitución humilde del dios Mercurio, protector de los caminos. Desde allí ya se vislumbran los Montes Aquilanos al oeste, y al sur la Sierra del Teleno. Paisaje calizo moldeado por arrastre nival y la avenida de riachuelos que cobran fuerza y grosor a medida que bajan por los montes.

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