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miércoles, 30 de agosto de 2017

DESTRUCCIÓN DE LO PROPIO
Moisés Cayetano Rosado

Cuando ejercía de maestro en una barriada conflictiva de Badajoz, asistíamos desolados -tras la vuelta de las vacaciones de verano- a la visión catastrófica de las destrucciones ocasionadas en el recinto escolar. Puertas y ventanas destrozadas, cristales rotos, mobiliario arrasado, equipamientos sustraídos…, sabiendo que una y otra vez eran grupos de alumnos, ex alumnos y familiares los que habían realizado el asalto, los asaltos repetidos, incluso a veces en fines de semana del propio curso escolar.
¿Qué les movía a esta embestida, de la que en la mayoría de las ocasiones no sacaban el mínimo provecho? ¿Cómo esa inquina contra lo que era propiamente de ellos, colectivamente de su comunidad? ¿O no sentían como propio el mundo de la formación académica, de la educación básica, universal y gratuita? ¿Entendían acaso que era un modelo impuesto desde “otras instancias” y en el que eran una especie de forzados “convidados de piedra”, de lo que no sacarían sino pérdida de tiempo, y rompían lo que pertenecía a otros, de lo que otros sí que verdaderamente se lucraban?
Ahora veo lo mismo en las recientes destrucciones de la Alcazaba de Badajoz, en los arrasamientos de los jardines públicos, en la agresión contra nuestro patrimonio monumental: violencia gratuita, de la que no sacan otro provecho que la satisfacción de hacer un mal que a otros sí duele, pero que pertenecen “a otro mundo”, a otro ambiente, a ese “modelo” cultural que no sienten como propio, y lo desprecian.
Igual está pasando este verano en algunos pueblos de nuestra geografía. Crecen en estos meses de vacaciones con la presencia de propios y extraños en sus vacaciones estivales, duplican y más sus habitantes, pero no todo es gozo en el reencuentro, felicidad en la inmersión en nuestras raíces, alejadas por los caminos de la emigración tan dolorosa en muchos casos.
Las noches de verano, con el calor, con el tiempo libre de unas semanas fuera de la vorágine del trabajo, se convierten en “noches en blanco”, muy propicias al jolgorio, la fiesta y convivencia. Pero también, a veces, degeneran, y el gamberrismo se apodera de chicos y mayores, que ven muy divertido gritar, patalear, competir en hacer el mayor ruido posible día, noche y madrugada, cubriendo metas lamentables: aporrear puertas cerradas, golpear ventanales, orinar en portales, apedrear macetas, cristaleras, obturar cerraduras, rayar coches, quemar contenedores de basura…
¿No es suyo lo colectivo? ¿No merecen respeto sus vecinos? ¿Acaso hay un rechazo a lo que ya no se tiene como lo habitual y sienten haber sido expulsados, en su generación o en las generaciones anteriores? ¿Y quiénes tienen la culpa: los que quedan tan solos y vacíos en nuestros pueblos, gravemente diezmados?
Son casos, claramente, de destrucción de lo propio, de lo que colectivamente pertenece a todos: patrimonio material común o particular, y al agredirlo se destruye el mayor legado que tenemos: el de la convivencia, el del mutuo respeto, el de la comprensión, la ayuda, la empatía, la solidaridad.

¿Puede caber tanta frustración, tanto odio en nosotros, que únicamente destrozando, molestando, amargando al prójimo, encontramos mezquina satisfacción en nuestras vidas?

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