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lunes, 17 de septiembre de 2018


EL OFICIO DE VIVIR

Autor: Joaquín Calvo Flores.
Edita: Fundación Caja Badajoz, 2018. 195 páginas.

Desde que Joaquín Calvo Flores publicó su primer poemario ha pasado más de medio siglo. Entonces tenía 18 años, y el amor y la nostalgia aparecían en sus versos, como luego ocurriría en sus ocho libros publicados, otros once antologados y unos 30 más inéditos.
Ahora, una muestra extensa de su obra caleidoscópica nos llega de la mano editorial de Fundación Caja Badajoz, donde han sido escogidos 113 poemas, de entre los ya publicados, bajo el título de El oficio de vivir.
Y ahí, en ese oficio de vivir y de contar, de mostrarnos sus más profundos sentimientos y el transcurrir muchas veces difícil de la vida, palpita la palabra de un poeta “fieramente humano”, como en la obra del añorado Blas de Otero.
Ya en aquella primera entrega de 1967 (Poesías) vemos el sentimiento profundo de la carga de la vida en versos que nos llevan a la memorable “Mujer con alcuza”, de Dámaso Alonso: “Pasos leves, finitos/ ¿os abruma el camino?/ ¿O acaso andáis en círculo/ por negros descampados” (pág. 27). Pero el regusto vitalista de lo íntimo va a estar presente en su obra para contrarrestar la carga pesimista, como ocurre en los poemas de Anudar el silencio. Antología, publicado once años después: “Mis manos en tu cuerpo/ hicieron la carrera/ total en Geografía” (pág. 37), llevándolo por colinas, valles y llanuras corpóreas, como le ocurriera a Pablo Neruda en “Los versos del capitán”, donde el amor obra el milagro del despertar a la alegría.
Va bien el título del siguiente poemario de esta antología: Calmas y tormentas (1982), porque entre ellas se debate el poeta, que aquí adquiere un tomo narrativo, testimonial, de vivencias cercanas, como le ocurriera a Eladio Cabañero en su “Recordatorio”. El poema “Casi un recuerdo” es de una delicadeza entrañable: “Las mujeres venían de por agua/ del pilar, con los cántaros panzudos/ bailando en equilibrio en sus cabezas/ mientras el pueblo al sol desperezaba/ sus músculos de cal y de ladrillo” (pág. 45).
Un año después publicará su libro elegíaco Visitación de la muerte, desgarrador al tiempo que sereno, como un Juan Ramón Jiménez recorriendo los campos yermos del sur: “Mayo de el calor y de los trigo/ encañados y a punto de segar,/ ¡quién hubo de decirme que este día/ sería plomo de mi corazón! (pág, 51), para más adelante mostrarnos una de sus composiciones más sublimes, profundas, una estampa, un fotograma impresionista, que invita a releer con asombro y sobrecogimiento: “Pues tanto te gustaban, te traemos/ a diario un manojo de claveles/ rojos como la sangre de la vida;/ amarillos, como la lividez/ del tiempo sin amor; blancos, igual/ que un traje de amorosa desposada”, dice al comienzo, para ir presentando la presencia y actuación amorosa ante la tumba de hermana, tía, madre y esposo desolado (pág. 53).
No se resiste en esta entrega poética a enlazar sus versos con los de Jorge Manrique en las “Coplas a la muerte de su padre”, cuando escribe: “Nuestras vidas son las muertes/ que van a dar al morir,/ que es su mar; / allí se acaba la historia/ que con tiempo nos pusimos/ a hilvanar” (pág. 57).
Joaquín Calvo Flores es, además de un poeta profundo y depurado, un equilibrado narrador, con cierto número de relatos publicados y un acertado sentido poético-narrativo, como vimos más atrás, o como manifiesta en un rotundo poema de Tocar fondo (1979), retratando a su padre, con esta denuncia en el comienzo: “Ya huérfano de padre con dieciocho/ años, siendo pastor de cabras,/ lo bajaron del monte para hacerlo soldado,/ lo equiparon, le dieron un fusil,/ lo llevaron al frente/ a matar/ a su propia familia, a su honor, a su patria./ Volvió años más tarde/ con la frente arrugada y algunas cicatrices:/ cataratas, un balazo en la pierna./ En los años siguiente, que llamaron Del Hambre,/ trampeó con la muerte como todos los pobres” (pág. 92).
Ese sentido de protesta, de reproche y rebelión aparece frecuentemente en sus poemas. Así, en Sereno vendaval (1982) habla de “Esos viejos poetas esos cardos silvestres/ ventrudos por exceso de la pringue retórica”, terminando el poema con su propia condena: “vuelven solos a casa ya en silencio/ por callejas de ratas de basura/ suben las temerarias escaleras/ se ovillan en su propia soledad” (págs. 99-100). O en Agua de vidrios (1991-1992), en que de nuevo aparece el recuerdo de la dura vida de su padre: “”Ya no habrás de beber tu vino pobre/ para no sentir la humillación/ de ver triunfar al vacuo y al soberbio” (pág. 173).
Termina esta brillante antología con ocho sentidos homenajes, de entre los que hemos de destacar el que ofrece al añorado Manuel Pacheco, y de paso también a Luis Álvarez Lencero y Jesús Delgado Valhondo, los tres poetas “faros” de los jóvenes poetas extremeños en los años sesenta al ochenta del siglo pasado, donde comienza evocándolos: “Estimado Manuel:/ llegando ha poco/ a Badajoz murada volví a verte,/ con Valhondo y Lencero, Trío de Ases,/ cercano en tu Guadiana tan amado” (pág. 184), para pedirles una vuelta imposible “y devolvernos otra vez el sol/ feroz y adolescente que perdimos/ y que ya nunca embrilla nuestros ojos” (pág. 185).
Es un acierto extraordinario esta antología, este volver a sus poemas “viejos” -tan nuevos siempre en su contenido universal- de Joaquín Calvo Flores. Acierto este regalo de Fundación Caja Badajoz para nosotros todos, necesitados de este baño de ternura al amar y firmeza al denunciar.
MOISÉS CAYETANO ROSADO

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