A SEGOVIA, CON PARADA EN ÁVILA Y, DE
REGRESO, EN PLASENCIA.
Moisés Cayetano
Rosado
Salimos de Badajoz, tras un desayuno de café/chocolate, con migas y
churros en el “Rincón de Vicente”, de Badajoz, siempre tan concurrido, bien
servido, módico de precio y atractivo de
calidad. Vamos a Segovia, con la ilusión perdida de encontrar nieve cercana,
pero la perspectiva placentera de su belleza, riqueza patrimonial urbana,
compensa.
Antes paramos
en Ávila, que sigue siendo una ciudad admirable, aunque ya se las ve y se
las desea uno para aparcar en una zona no muy lejana de su cintura de murallas
impecables. El turismo, y más en estos días de comienzo de año, es arrollador,
y todo lo devora.
Siempre
busco la cercanía de la Basílica de San Vicente,
pues es un lugar sin par para comenzar la visita, que ha de acoger el recorrido
por este magnífico templo románico, en el que el cenotafio de Vicente, Sabina y Cristeta, santos cristianos martirizados por no adjurar
de su fe, es de una belleza increíble,
en sus fajas historiadas, que parecen un comic de insuperable calidad.
De ahí, hasta la cercana Catedral, por la Puerta de San Vicente. Una de las primeras catedrales góticas de la Península, con
reminiscencias románicas, cuyo ábside constituye uno de los cubos (gigantesco)
de la muralla medieval, cuyo adarve
invita a un paseo de extraordinaria belleza, pues desde allí la vista de la
propia Catedral, la Basílica de San Vicente y los otros múltiples monumentos
urbanos, religiosos y civiles, resulta admirable.
Eso
sí, todo es “a golpe de talón”, de talón bancario, o
sea, pagando a precio generoso nuestra curiosidad cultural. Como también lo es
el comer, ya que los restaurantes se
“aprovechan” del tirón turístico para ofrecerte sus famosos chuletones a un
precio “generoso”. Pero en fin, todo sea por la cultura espiritual y…
material. Cierto que un chuletón de 750 gramos da para dos comensales, lo que
unido a la bebida, algún entrante y unas yemitas de Santa Teresa hace que cada
uno desembolso al menos 30 euros.
De allí a Segovia, con la barriga bien tratada, es casi como un paseo. Y la ciudad del levantamiento comunero contra
Carlos I, que le costó tanta sangre, y la decapitación de su héroe, Juan Bravo
(de magnífica estatua en bronce al lado de la iglesia románica de San Martín),
se nos ofrece con sus múltiples atractivos: el impresionante acueducto romano, de principios del siglo II d.C.,
una de las imágenes más fotogénicas de España, ante cuya estampa se agolpan
chinos y japoneses hasta hacerte pensar que en sus países han debido quedar muy
pocos; la Catedral de gótico tardío (se
estima que la última de ese estilo construida en España); el Alcázar, en la otra punta del moro
en que se asienta el Casco Histórico, casi imposible de visitar por dentro en
estas fechas, pues las colas ante la taquilla son interminables, pero de unas
vistas impagables por fuera, con su
profundísimo foso y las airosas torres terminadas en finísimas agujas; las múltiples iglesias románicas (tantas
como Zamora), con sus amplios atrios y perfectos ábsides semicirculares.
Todo, eso sí, de nuevo a “golpe de tarjeta
de crédito o billetera”, pues no hay barreras a la hora de cobrar entradas
por doquier: como nos pasará en el
Palacio de la Granja de San Ildefonso, esa hermosa estancia concebida por
Felipe V de España a la manera del Palacio de Versalles, de su abuelo Luis XIV
de Francia.
En
Segovia, el tópico gastronómico es el cochinillo y el cordero lechal en horno
de leña. Muy difícil de degustar en el archifamoso Mesón de
Cándido, porque hay que hacer en estos días reserva con tiempo para lograrlo;
pero la oferta es abundante, y los precios y calidades similares. Aquí la
cuenta sube con respecto a Ávila. Un trozo de cochinillo o un pernil de
corderito da para uno, y vale casi como el chuletón (para dos) de Ávila. Si le
añades unos entrantes, la bebida y algún postre, no pienses en menos de 40
euros por persona.
En cualquier caso, son visitas que merecen la
pena a estas dos ciudades mandadas a crear y poblar por Alfonso VI, con encargo
a su yerno Bernardo de Borgoña, casado con doña Urraca a finales del siglo XI.
Aunque con el paso de los años,
especialmente Segovia, se está pareciendo peligrosamente a un “parque
temático”, pues casi todo se está orientando al turismo, al turista de
“admiraciones rápidas y tópicas”, y eso deforma la realidad y “artificializa”
el sentido histórico, patrimonial, artístico, del lugar.
Al
regresar, lo hacemos por el Valle del Jerte. No hace falta
esperar a la primavera para contemplar la belleza de este valle en pronunciada
“uve”, lleno de robles en lo más alto y
cerezos en rampas humanizadas en el plano medio y bajo, con agua cayendo en cascada por todos los
rincones y curvas del trayecto.
Y llegamos
a Plasencia, la ciudad refundada por Alfonso VIII, que no ha de tenerle
“envidia” a las anteriores. Su río
tranquilo; sus hermosas murallas; la Plaza Mayor, tan diáfana y noble,
presidida por el Palacio Municipal
renacentista; los grandes palacios,
caserones, iglesias, museos…; su doble Catedral: la antigua románica y la nueva
plateresca… ¡y la tranquilidad de un “turismo controlado” todavía…! la
hacen especialmente llamativa.
Para finalizar, le pregunto a mis tres
adolescentes acompañantes por cuál comida les pareció mejor. Unanimidad: la de
Plasencia; después, la de Ávila, y en último lugar la de Segovia. O sea, al
revés de la masificación turística y precio de cada lugar. ¡Es lo que pasa con las
afluencias masivas y el marketing…!
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