PAÑUELO PALESTINO
MOISÉS
CAYETANO ROSADO
Tengo un pañuelo palestino (kufiya) encima de
mi mesa de lectura, mi mesa de trabajo. Cada vez que lo miro pienso que en ese
momento ha muerto un niño, varios niños palestinos a manos de las potentes
armas israelitas que quieren “limpiar” los suelos de Gaza y Cisjordania de
terroristas, de los grupos armados de Hamás y la Yihad Islámica. Y sí, no se me
olvida que también son utilizados como “escudos humanos” por los que hostigan
en lucha sin cuartel a los judíos, como contestación a lo que consideran una
ocupación ilegítima y progresiva del suelo que defienden.
El pañuelo es un regalo de mi médico de cabecera, el libanés Bilal Jaafar El-Hage, hombre y profesional de integridad incuestionable, de humanidad desbordante y una eficacia en la que confiamos centenares, por no decir miles de usuarios de la sanidad; él tiene familiares muy directos cerca de las zonas de conflicto. Leo en la etiqueta: “Made in Jordan”. Palestina, Líbano, Jordania, esa zona sacrificada del Oriente Próximo, tan cercana a las ciudades sagradas de su religión y aún más al fuego terrible del desentendimiento, la destrucción y la muerte indiscriminada de los más indefensos. He pisado su suelo y sentido el dolor de su gente en las calles hermosas y sencillas de sus pueblos y ciudades milenarias, y en el anhelado Jerusalén que debería ser encuentro fraternal de las tres religiones monoteístas, en lugar de refugio de intolerantes que, de una u otra forma, creen ciegamente que los “Lugares Sagrados” -sagrados para los unos y los otros- son solamente para su propio uso y salvación.
Miro el pañuelo limpio, su fondo blanco y sus
entrecruzados caminos de hilo negro, reforzado en los vértices de los cuadrados
que conforman; sus laberínticos, artísticos bordes, abigarrado todo, aprisionado, como lo
están los que aún sobreviven a las matanzas sucesivas. ¡Ese espectáculo
insoportable de cuerpos destrozados, de sangre derramada, de falta de recursos
para brindar ayuda a tantos desvalidos, entre el llanto impotente de los suyos!
“Se lo merecían, hijo, se lo merecían”, le
comentaba a manera de consuelo un sacerdote cerca de las tapias del cementerio
de Badajoz al periodista portugués Mario Neves. El joven reportero pasaba
abatido, tras contemplar el trágico espectáculo de los fusilados en la toma de
la ciudad por las tropas del teniente coronel Yagüe durante la Guerra Civil
española, en 1936. ¿Se lo merecían? ¡Siempre hay una excusa para la barbarie,
una justificación de los medios arrasadores utilizados por la “bondad” del fin
que se persigue: aplastar a la serpiente venenosa, según su criterio, erigiéndose
en una “Nueva Eva Redentora”!
No aparto la vista del pañuelo palestino.
¿Cuántos inocentes habrán muerto mientras escribo estas líneas que nada
solucionan? ¿Cuántos huyendo hacia ningún destino, hacia desiertos de piedra,
arena y fuego, a mares insondables sin naves salvadoras, a extraños lugares
donde la inmensa mayoría no encontrarán
descanso y acomodo?
La historia catastrófica que vemos y vivimos
no es nueva y seguirá, sigue, repitiéndose allá y en múltiples lugares, pues es
tan vieja como el mundo, y como él seguirá dando vueltas sin parar. Pero ahora,
lo que tengo en la mesa es este humilde pañuelo palestino, inmaculado, como
debiera ser el suelo torturado, sangrante, que representa. Es un recordatorio
de que fuera, en el mundo que nos rodea, la catástrofe sigue siendo asidua
compañera; si no está en nuestras manos remediarlo, que al menos esté la
expresión de nuestro sentimiento solidario y la revuelta contra la sangre
inocente derramada.
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