AQUELLOS VERANOS DE LOS AÑOS SESENTA
Los que vivíamos al borde de aquellas
carreteras nacionales por donde transitaban los coches de turistas extranjeros,
nos sentíamos bastante afortunados. Ellos creían que, como en sus países de origen
había gasolineras a cada pocos kilómetros, aquí sería lo mismo, y veían
alarmados que pasaban largos páramos sin asomo de surtidores donde asegurar la
prosecución de la marcha y tomar algún refresco en medio del calor que
arrasaba. ¡Pobres gentes de los países del frío, sin que hubiera aún en los
automóviles aire acondicionado!
Los jóvenes y otros menos jóvenes de
entonces, estábamos en la plaza, en medio del sofoco de la tarde, porque era casi
seguro que algún coche dejaría la carretera para llegar a donde estábamos.
Preguntaban, angustiados, haciéndose entender mediante señas, por el lugar dónde
podrían llenar su depósito de gasolina, y nosotros le indicábamos la casa de
alguno de los taxistas a tiempo parcial de nuestro pueblo.
Era el momento de ver bajar del auto, para
reconfortarse en el bar, a “las suecas”. Entonces, toda turista era sueca,
porque para nosotros el mundo se dividía en dos “especies humanas”: españoles y
suecos/suecas, como para Lola Flores los idiomas que se hablaban eran dos: español
y extranjero.
Veíamos a las valquirias rubias, con sus
pantalones cortos y sus camisetas
ajustadas, de tirantes finos y escotes de infarto, y eso nos recompensaba del
calorato de la tarde, allí apostados con la esperanza, tantas veces cumplida,
de verlas aparecer calle abajo, sonrientes y espléndidas.
¿Cómo no recordar la frustración de asistir a
la construcción de una gasolinera en las afueras del pueblo, con su bar
incluido, cuando ya estábamos tan acostumbrados a las apariciones milagrosas de
las suecas? Nos quedamos allí, en la plaza desierta, y luego entrábamos a jugar
una partida frustrante de cartas, pensando en un mundo de ilusiones que se nos
había evaporado.
Con los años setenta, alguno que otro pudo ir unos días a la playa. ¡Ellos
sabrán cómo consiguieron el dinero…! Y regresaban contando fantasías: que
algunas… ya no “suecas” sino “extranjeras” -pues cambió la denominación- iban
por las orillas de arenas tan rubias como ellas con solo la pieza inferior -muy
pequeña- del bañador, del bikini, que en el pueblo nadie se ponía en la alberca
o en el charco cercano de la rivera, hoy tan seca.
Eran los años sesenta y setenta, aún de
“pertinaz sequía”, en que el régimen franquista, muy a su pesar, abrió la caja
de los truenos del turismo, con sus pecaminosas osadías, pero con las divisas
que nos eran tan urgentemente necesarias. Luego nos haríamos mayores, pero en
la estela del tiempo quedó humeando el recuerdo de “las suecas”, y un poco
menos el de “las extranjeras”, que conformaron nuestro machismo rancio, del que
no sé si nos hemos librado todavía.
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