NUEVAS SALIDAS MIGRATORIAS
Toda la historia de España está sembrada de
movimientos migratorios, de flujos y reflujos unas veces por motivos bélicos y
otras por necesidades económicas y laborales. Pero los años finales del siglo
XIX y primeros del siglo XX fueron dramáticos por las enormes cifras de salidas
hacia América Central y del Sur, que muchos años alcanzaban los 150.000
emigrantes de una población que apenas subía de 18.000.000.
Con la Primera Guerra Mundial, las crisis de
Entreguerras y la Segunda Gran Guerra, estos movimientos se reducen, casi
desaparecen. No así las necesidades, el hambre que los había motivado,
acentuados hasta la desesperación por las consecuencias catastróficas de
nuestra Guerra Civil.
Cuando a finales de los años cincuenta
Centroeuropa despega en su desarrollo y necesita mano de obra para su pujante
industria, minería y servicios, nuevamente se pone en marcha la maquinaria
migratoria que entre 1955 y 1975 arrastrará a más de dos millones de españoles,
instalándose fundamentalmente en Francia, Alemania y Suiza.
Aquellas salidas al “dorado europeo” habrían continuado
si la demanda se hubiese mantenido, pero la saturación del mercado de trabajo y
la gran crisis de 1973, arrastrada durante toda la década e incluso acentuada
en 1979, básicamente por la subida disparada de los precios del petróleo, las
contuvo. Mucho se preocuparon los países receptores de impedirla legal y
realmente, ya que sus cifras de paro subían de forma alarmante.
Tras un reajuste duro en los años ochenta del
siglo XX, con la llegada de ayudas europeas por la entrada española en el
Mercado Común, la contención de los precios del crudo, el auge de la industria turística
y el boom urbanístico generalizado, que nos colocó en la cresta de la ola
inmobiliaria, los años noventa fueron de bonanza.
Ahora ya no se emigraba, sino que, en un
acontecimiento sostenido sin precedentes, recibimos oleadas de inmigrantes
procedentes del norte de África, zona subsahariana, Latinoamérica y después
países del Este europeo. Esto nos ha llevado a tener a finales de 2011 casi
seis millones de inmigrantes, de los que 860.000 son rumanos, 770.000
marroquíes, 360.000 ecuatorianos, 270.000 colombianos y 200.000 bolivianos, por
citar las cinco comunidades extranjeras más numerosas.
Cierto que desde 2008 las entradas de inmigrantes
se fueron reduciendo drásticamente, y que incluso en 2011 había ya 20.000 menos
que en 2010. Pero la abultada cifra está ahí, ahora que estamos inmersos en una
nueva crisis, de dimensiones colosales; mucho mayor que la de 1973-1979.
Comparable incluso a la de 1929, que sembró de miseria a los países más
adelantados (los demás ya lo estaban… y lo están), si no más profunda.
¿Y qué pasa ahora, en medio de este nuevo
hundimiento en que la especulación bursátil e inmobiliaria, la voracidad
bancaria y la competencia productiva y laboral de los países emergentes y
superpoblados del este asiático nos acosan? Pues que asistimos a un nuevo
movimiento del tsunami migratorio; es decir, que estamos pensando y hasta
preparando las maletas de una nueva emigración. Incluso nuestros vecinos de
Portugal, que han tenido un comportamiento demográfico-migratorio similar al
nuestro, han visto como hasta el propio Gobierno “invita” a los jóvenes a
buscarse el porvenir fuera de sus fronteras. Y nosotros, con invitación o sin
ella, asistimos a las primeras salidas de jóvenes preparados -y no preparados-
profesionalmente camino otra vez de Alemania, nuevamente también Latinoamérica
e incluso algunos puntos emergentes de Asia.
Cuando aún tenemos 1.500.000 de españoles
fuera, rescoldo de antiguas migraciones, y casi seis millones de extranjeros
dentro, iniciamos un nuevo éxodo como aquellos que nos llevaron hace más de un
siglo a Ultramar: por el tiempo que haga falta para abrirse un porvenir que
aquí una vez más no se encuentra. Y es que en la época de “vacas gordas” no
hemos sido capaces de crear riqueza estructural, sino que levantamos castillos
de ladrillos que ahora no aguantan los nuevos vendavales.
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