CAÑONES DE
TÁNGER
Cañones en el bulevar de Mohamed V. |
MOISÉS
CAYETANO ROSADO
Ha sido Tánger siempre un enclave apetecido. Su
lugar estratégico -vigilando el Estrecho, entre el Mar Mediterráneo y el Océano
Atlántico, con el sur de la Península Ibérica a la vista-, es una pieza
codiciada para todo el que haya soñado con dominar el mundo.
Visitado por fenicios, griegos, romanos,
vándalos, bizantinos…, sería dominado por los abasíes desde el año 788, pasando
a los omeyas en el 921, que realizaron sus fortificaciones básicas.
Posteriormente, asentarían allá sus reales almorávides y a continuación
almohades, hasta constituirse en emirato de 1421 a 1471.
En esta última fecha, los portugueses logran
conquistarlo, asentándose allí durante casi doscientos años, reforzando y
artillando sus murallas portentosas. En 1661 ceden la población a Carlos II de
Inglaterra, como dote al casarse con Catalina de Braganza. Pero el sultán
Ismaíl de Marruecos, ayudado por las cabilas del Rif, la bloquean sin descanso,
hasta que los británicos no tienen otro remedio que retirarse, en 1684, no sin
antes arrasar sus construcciones y murallas.
Pasaría este codiciado enclave a condominio
internacional en 1925, siendo cedido a Marruecos en 1960.
De todo este incesante pasar de civilizaciones
y codiciosos pobladores, quedan huellas en su traza urbana, desde la tortuosa
medina y la alcazaba, hasta las expansiones residenciales y la infraestructura
compleja portuaria; desde los descendientes de musulmanes (mayoría), a judíos y
cristianos, de toda condición, oficio y grado de convivencia.
Y asomando por las terrazas de sus murallas, en
gran parte colmatadas por construcciones posteriores, contemplamos testimonios
de la presencia defensiva, que en el bulevar de Mohamed V y en el puerto
conserva la presencia “amenazante” de cañones de diversa procedencia, que hoy
son delicia de fotógrafos, paseantes tranquilos y niños que galopan por los
cilindros inclinados.
En un rellano de este bulevar hay cuatro
cañones bien curiosos, pues dos son españoles (de mediados del siglo XVII, con
fecha grabada -1639- el primero, reinando Felipe IV, y del siglo XVIII el otro,
reinando Carlos III); uno portugués (también del siglo XVIII, siendo rey D.
João V), y el restante francés, de 1692, estando el país galo bajo el poder del
Rey Sol, Luis XIV.
Abajo, en la explanada amplia del puerto,
contemplo un bello cañón marroquí, del que no puedo entender –lamentablemente-
la leyenda, pero igualmente de la Edad Moderna. Otros posteriores asoman por
distintas cañoneras de la muralla, de mayor calibre y pretensiones antiaéreas.
Y allá al lado, la bullente medina, el
intrincado laberinto de comercios agrupados por gremios, el bullicio del día
que solo se apaga de madrugada y es posible disfrutarlo sosegado por la mañana,
cuando la ciudad va despertando: arriba, en las paredes exteriores de la
alcazaba, los campesinos van exponiendo sus productos ecológicos y su afanoso
empeño por sobrevivir, en medio de tantos siglos de azarosa historia y tanta
vigilancia para con todos los puntos cardinales.
¡Ah!, los cañones de Tánger, cuánta historia y
cuánto “sinvivir” para acabar en el reposo apacible de una plazoleta que
llamaban vulgarmente “de los vagos”.
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