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jueves, 20 de abril de 2017

De Madrid a Collioure, con parada y fonda en Barcelona (IV)
ATRAVESANDO LOS PIRINEOS ORIENTALES
Conducir por Barcelona es un placer. Esas avenidas y calles tan anchas, con semáforos que parecen dispuestos siempre a abrirse conforme vas llegando; esa visibilidad tan espectacular que ofrecen los chaflanes de las manzanas edificadas; esas enormes plazas con precisos indicadores de marcha… Así, partiendo de la Plaza de España -al suroeste-, vamos dejando atrás, por la Gran Vía de las Corts Catalanes, todo el Casco Antiguo y enfilamos en la Plaza de las Glòries Catalanes (donde contemplamos la grandiosa Torre AGBAR) la Avenida de la Meridiana, para salir al noreste camino de Gerona, sin sentir el stress circulatorio de otros grandes cascos urbanos.
Ya en Gerona, merece hacer una parada aunque sea mínima para acercase a su envidiable, dinámico y artístico casco histórico, donde el callejeo es una delicia. Los rincones, pasadizos, placitas, caserío en general, son un remanso de paz y de tranquilidad. Y la catedral, subida en el gran pódium que antecede una interminable escalinata, nos recibe con su portada-retablo: barroco de múltiples columnas y hornacinas, presidias por el gran óculo de su rosetón coronado, con el rótulo del año central de la construcción: 1733.
¿Qué decir también de sus espléndidas murallas carolingias, del siglo IX, las más extensas de Europa, paseables en su camino de ronda, y con base romana reconocible en muchos tramos? ¿Y de sus múltiples iglesias de torres airosas, gigantescas? ¡Lástima que no nos coja a la hora de comer, porque en sus terrazas y restaurantes podemos saborear una escudella (comido típico catalán), guisos, pucheros y estofados de ternera y cordero, con buenos complementos de las huertas cercanas, que nos quitan las prisas de momento!
Un pequeño contratiempo: no tomé nota del lugar donde aparcamos el coche, creyendo conocerlo, y nos costó algún rato y apuros dar con él. Y es que siempre hay que anotar el lugar donde se deja uno el vehículo, en lugares poco conocidos.
Pero hay que seguir y pasamos al lado de Figueres: otra tentación, y no solo por todo el legado de Dalí sino por ese fuerte sin igual que es el Castillo de Sant Ferran, de mediados del siglo XVIII, el más gigantesco de la Península y obra cumbre de la ingeniería militar de toda la Edad Moderna. De largo vemos su imponen silueta agazapada, como corresponde a todo fuerte enfrentado a la potente artillería del momento.
Allí hay que optar para atravesar los Pirineos: o al extremo oriental, por Portbou-Cerbère, o un poco más al interior, por La Jonquera-le Perthus. Decidimos hacer una ronda circular, entrando por el primero, para salir después por el segundo. Y así, enfrentamos las curvas y recurvas litorales, que nos dejan contemplar los bellísimos paisajes del Mar Mediterráneo; éstos no nos abandonarán hasta llegar a Collioure, la pequeña comuna francesa donde falleció, exiliado, el poeta español Antonio Machado, enterrado en su cementerio.
Es Collioure un pueblo apacible, crecido desde el fondo del valle hacia los montes de sus alrededores, y regalado por una playa concurrida, festiva y rodeada de fortificaciones, como corresponde a una población clave en la frontera franco-española, tan agitada en todos los tiempos, especialmente en los modernos. Admiramos dificultosamente sus vistas, porque resulta complicado encontrar aparcamiento: es lo que tienen las poblaciones encajadas en valles que desembocan en el mar, pero merece el riesgo de una parada comprometida…
A partir de ahí todo es remembranza de exiliados españoles, que un poco más arriba tienen recuerdos de escalofrío, en la vecina Argelès-sur-Mer. En su playa fueron recluidos y cercados por alambre de espinos -custodiados por tropas coloniales marroquíes y senegalesas de trato brutal- más de 100.000 de los 550.000 refugiados republicanos que huyeron de España en 1939, perseguidos por el terror, las bombas, la metralla de los vencedores de la guerra.
Precisamente entramos a Francia por uno de los pasos que más frecuentaron estos desafortunados: Portbou, y retornamos por la otra “gran puerta de entrada”: la Jonquera.
Pero en ese camino de vuelta, tras llegarnos hasta Perpignan, paramos casi en la mismísima frontera: en el Fuerte de Bellegarde (en lo alto de le Perthus), imponente construcción de finales del siglo XVII, de gran cuerpo central pentagonal alargado y amplio reducto adelantado hacia España, comunicados ambos por camino cubierto. Pasando de manos españolas a francesas en los siglos XVII y XVIII, fue durante la II Guerra Mundial cárcel de la Gestapo. Desde esta elevación pirenaica, las vistas hacia España y Francia son extraordinarias: todo verdor, montes y valles, exuberancia y tranquilidad en lo que un día fue tanto sufrimiento, dolor, humillación.
Bajando el puerto, el hambre nos hace aparición, porque había sido un día de bocadillos y chucherías. Mis nietos reivindican algo más contundente, que obtenemos en uno de los múltiples restaurantes rayanos.
No era hora de “tomar posesión” de un self service con 175 platos a elegir (¡o tomar de todos!), pero el chuletón de 400 gramos y los bistec de 300 gramos que nos ofrecen (más surtido de setas, patatas y huevos fritos, chorizo, ensalada…) no están mal… ¡aunque no sobraron más que los huesos! No obstante, Moi y Marco tomarían buena cuenta de salchichas alemanas, alitas de pollo y algunos aditamentos en el restaurante que descubrimos al lado de la estación de metro de Plaza del Centre (aledaño a nuestro alojamiento y cercano a la estación de Sants), regentado por chinos y servido por indios y magrebíes.
Entre una y otra refección, en la Plaza de España pudimos contemplar ese espectáculo único que ofrece la Fuente Mágica de Montjuïc y sus complementos de fuentecitas y cataratas: música, juegos de colores y movimientos artísticamente acompasados, que son la admiración de todos y embobamiento de neófitos.

Moisés Cayetano Rosado

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