De Madrid a Collioure, con parada y fonda en
Barcelona (IV)
ATRAVESANDO LOS PIRINEOS ORIENTALES
Conducir
por Barcelona es un placer. Esas avenidas y calles tan anchas, con
semáforos que parecen dispuestos siempre a abrirse conforme vas llegando; esa
visibilidad tan espectacular que ofrecen los chaflanes de las manzanas
edificadas; esas enormes plazas con precisos indicadores de marcha… Así,
partiendo de la Plaza de España -al suroeste-, vamos dejando atrás, por la Gran
Vía de las Corts Catalanes, todo el Casco Antiguo y enfilamos en la Plaza de
las Glòries Catalanes (donde contemplamos la grandiosa Torre AGBAR) la Avenida
de la Meridiana, para salir al noreste camino de Gerona, sin sentir el stress circulatorio de otros grandes cascos urbanos.
Un
pequeño contratiempo: no tomé nota del lugar donde aparcamos el
coche, creyendo conocerlo, y nos costó algún rato y apuros dar con él. Y es que
siempre hay que anotar el lugar donde se deja uno el vehículo, en lugares poco
conocidos.
Pero hay que seguir y pasamos al lado de Figueres: otra tentación, y no solo por
todo el legado de Dalí sino por ese fuerte sin igual que es el Castillo de Sant
Ferran, de mediados del siglo XVIII, el más gigantesco de la Península y
obra cumbre de la ingeniería militar de toda la Edad Moderna. De largo vemos su
imponen silueta agazapada, como corresponde a todo fuerte enfrentado a la
potente artillería del momento.
Allí hay que optar para atravesar los Pirineos: o al extremo oriental, por Portbou-Cerbère, o
un poco más al interior, por La Jonquera-le Perthus. Decidimos hacer una
ronda circular, entrando por el primero, para salir después por el segundo. Y
así, enfrentamos las curvas y recurvas litorales, que nos dejan contemplar los
bellísimos paisajes del Mar Mediterráneo; éstos no nos abandonarán hasta llegar
a Collioure, la pequeña comuna francesa donde falleció, exiliado, el poeta
español Antonio Machado, enterrado en su cementerio.
Es Collioure
un pueblo apacible, crecido desde el fondo del valle hacia los montes de sus
alrededores, y regalado por una playa
concurrida, festiva y rodeada de fortificaciones, como corresponde a una
población clave en la frontera franco-española, tan agitada en todos los
tiempos, especialmente en los modernos. Admiramos dificultosamente sus vistas,
porque resulta complicado encontrar aparcamiento: es lo que tienen las
poblaciones encajadas en valles que desembocan en el mar, pero merece el riesgo
de una parada comprometida…
A partir de ahí todo es remembranza de exiliados españoles, que un poco más arriba
tienen recuerdos de escalofrío, en la vecina Argelès-sur-Mer. En su playa
fueron recluidos y cercados por alambre de espinos -custodiados por tropas
coloniales marroquíes y senegalesas de trato brutal- más de 100.000 de los
550.000 refugiados republicanos que huyeron de España en 1939, perseguidos por
el terror, las bombas, la metralla de los vencedores de la guerra.
Precisamente entramos a Francia por uno de los pasos que más frecuentaron estos
desafortunados: Portbou, y retornamos por la otra “gran puerta de entrada”: la
Jonquera.
Pero en ese camino de vuelta, tras llegarnos
hasta Perpignan, paramos casi en la mismísima frontera: en el Fuerte de Bellegarde (en lo alto de le Perthus), imponente
construcción de finales del siglo XVII, de gran cuerpo central pentagonal
alargado y amplio reducto adelantado hacia España, comunicados ambos por camino
cubierto. Pasando de manos españolas a francesas en los siglos XVII y
XVIII, fue durante la II Guerra Mundial cárcel de la Gestapo. Desde esta elevación pirenaica, las vistas
hacia España y Francia son extraordinarias: todo verdor, montes y valles,
exuberancia y tranquilidad en lo que un día fue tanto sufrimiento, dolor,
humillación.
Bajando el puerto, el hambre nos hace aparición, porque había sido un día de
bocadillos y chucherías. Mis nietos reivindican algo más contundente, que
obtenemos en uno de los múltiples restaurantes rayanos.
No era hora de “tomar posesión” de un self
service con 175 platos a elegir (¡o tomar de todos!), pero el chuletón de 400 gramos y los bistec de 300 gramos que nos ofrecen
(más surtido de setas, patatas y huevos fritos, chorizo, ensalada…) no están
mal… ¡aunque no sobraron más que los huesos! No obstante, Moi y Marco
tomarían buena cuenta de salchichas alemanas, alitas de pollo y algunos aditamentos
en el restaurante que descubrimos al lado de la estación de metro de Plaza del
Centre (aledaño a nuestro alojamiento y cercano a la estación de Sants),
regentado por chinos y servido por indios y magrebíes.
Entre una y otra refección, en la Plaza de España pudimos contemplar
ese espectáculo único que ofrece la Fuente Mágica de Montjuïc y sus
complementos de fuentecitas y cataratas: música, juegos de colores y
movimientos artísticamente acompasados, que son la admiración de todos y
embobamiento de neófitos.
Moisés
Cayetano Rosado
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