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miércoles, 30 de mayo de 2012


MEMORIAS DE LA GUERRA COLONIAL

Ofrendas en Santuario Cristo da Piedade (Elvas)
con motivo de las Guerras Coloniales

Por Moisés Cayetano Rosado

Cuando me puse a leer el libro de Rui Rosado Vieira Em Angola uns semearam ventos outros colheram tempestades (Memórias da Guerra: 1961-1964) no sospechaba que sus 233 páginas me iban a entusiasmar hasta el punto de no querer interrumpir su lectura para abordar otras ocupaciones. Y es que el relato autobiográfico de Rui es la narración de un escritor bien dotado, un historiador experimentado y un hombre que sabe equilibrar su pasión con la moderación de la distancia.
De inmediato me llevó su lectura a otra bien querida: La ruta, de Arturo Barea, que reúne las cualidades de Rui y curiosamente sus circunstancias personales: escritor, conocedor de la historia, joven involucrado en una guerra colonial que detesta (en el caso de Barea, la Guerra de Marruecos, arrastrada por España de 1909 a 1927), militar a la fuerza, como sargento de milicias, y persona de arraigados principios progresistas.
Y ocurre que ambos se vieron en el mismo escenario: rodeados de una tropa peninsular mayoritariamente analfabeta, arrancada de sus pueblos de origen para servir “a la Patria” en un conflicto africano donde habían de enfrentarse a otros jóvenes también analfabetos y pobres, de remotas aldeas y tribus cerradas. Por detrás, propiciando el conflicto, sosteniéndolo: los grandes negociantes de las riquezas naturales de esas zonas invadidas, que en ningún caso corrían el peligro de estos jóvenes soldados a la fuerza -ni ellos ni sus hijos, que eran apartados de la contienda gracias a sus influencias y dinero-, viviendo en la metrópolis.
¿Qué se encontraban unos y otros, españoles en Marruecos y portugueses en Angola? Un territorio hostil, la amenaza constante de la guerra de guerrillas, y mucha hambre, mucha sed, mucho calor, mucha miseria por donde quiera que pasaran. Además, claro, las sangrientas confrontaciones que se llevaron la vida de tantos jóvenes inocentes, les dejaron gravemente mutilados de por vida y/o traumatizados psicológicamente en muchos casos para siempre.
Tal vez, la única diferencia evidente entre ambas autobiografías sea la del retrato de los mandos, tanto superiores, medios como subalternos de los ejércitos desplazados. Barea no ahorra críticas y denuncia la torpeza y altanería de gran parte de ellos, y sobre todo su enorme corrupción, pues gran número se enriquecía robando directamente en lo que podía: compra fraudulenta de equipamiento (pertrechos y construcciones de bases militares; comida de la tropa; infraestructura de comunicación, etc.), además de la vida inmoral y de prostíbulos en las ciudades más populosas, especialmente Melilla. Rui Rosado Vieira no presenta estas denuncias, sino a lo más pequeños roces personales o normales desahogos en los días de permiso en las ciudades.
Por lo demás, no hay que olvidar que estas confrontaciones coloniales de Portugal reclutaron a más de 900.000 jóvenes (de una población total de 10 millones de habitantes), penalizados en medio de las selvas africanas durante dos y más años de servicio militar (a veces tras ya haber cumplido otro tanto en la Península). 8.290 fallecieron en combate y el doble fueron gravemente heridos. De nuevo hay similitudes, pues el caso español no difiere en la intensidad de la tragedia.
Y además de esta sangría, estaba la económica: el 40% de los Presupuestos Generales del Estado se destinaban a este cometido, condenado al fracaso desde su inicio en 1961 y sostenido hasta 1974, en que fue cortado por la propia acción de sus jóvenes oficiales (el 40% de los puestos por debajo de comandante estuvo implicado en la rebelión, según ha estudiado el coronel Aniceto Afonso, que fuera director del Archivo Histórico Militar). Aquí hay, de nuevo, una importante diferencia entre los países de la Península ibérica.
Así, es curioso apuntar que las guerras coloniales llevaron en Portugal a la revolución, eliminando del país el yugo dictatorial y acabando con el colonialismo. En cambio, en España, condujeron a la reacción dictatorial (el general Miguel Primo de Rivera se hace con el poder en 1923, para entre otras cosas endurecer las actuaciones bélicas en Marruecos), si bien ello le costará al rey Alfonso XIII -su valedor- el trono, instaurándose la II República en 1931. Pero he aquí otra diferencia: mientras los militares “africanistas” portugueses -jóvenes oficiales de alrededor de treinta años de edad- propician el advenimiento de la democracia (liberal para unos y socialista para otros, triunfando al final la primera), los españoles -jefes y generales de entre más de cuarenta y sesenta años- se alzarán finalmente contra la II República, en un sangriento golpe contrarrevolucionario, que tras tres años de guerra implantan una dictadura de cuatro décadas.

Rui es correligionario fiel de los primeros. Un joven miliciano de veinticinco años que no desea hacer daño a nadie, y que se horroriza ante la miseria a que se ven sometidos los nativos de Angola. Un hombre sensible que quedó marcado por la tragedia donde vio morir a muchos de los suyos, y que le obsesionó durante largos años (hasta que volvió de civil casi cuarenta años después, en misión docente y pudo conjurar los fantasmas que le acompañaron en su vida).
Ahora, al escribir sus memorias, basadas en una especie de Diario que escribió sobre la marcha de los terribles tiempos en Angola, enriquecidas por múltiples fotografías de la época -hechas con su cámara de buen aficionado-, nos deja un testimonio impagable. Ameno de lectura, sensible, humano, riguroso. De gran utilidad para comprender el sentimiento de los jóvenes portugueses en medio de una refriega prolongada en la que una oligarquía política y económica los envolvió, ensangrentando el país de origen y los colonizados a fuerza del egoísmo voraz de unos pocos. 
(Publicación previa en aviagemdosargonautas.blogs.sapo.pt)

2 comentarios:

  1. Caro Moisés

    Li com muito agrado o que escreveu no seu blogue sobre as guerras coloniais dos espanhóis e portugueses.
    Eu feliz ou infelizmente participei durante dois anos na segunda, na antiga Província de Moçambique. Perguntar-me-á o porquê desses dois sentimentos contraditórios? E eu respondo-lhe.
    Infelizmente porque uma guerra independentemente da sua justeza é sempre uma guerra com todos os seus traumatismos físicos e psicológicos. Penso que entenderá sobre o não me alongar mais sobre a “infelicidade”
    Provavelmente mais estranhará o facto de também haver uma parte “feliz”. E há.
    Quando fui obrigado a deixar a casa e os estudos para ir combater em nome da defesa da Pátria, tinha 22 anos. Vinte e dois anos de boa vida de um “provinciano” que de política nada sabia. Sabia aquilo que me contavam na escola e pouco mais, apesar de ter já iniciado os meus estudos em Coimbra, meio muito politizado, mas que não constituía para mim prioridade. Pela primeira vez estava fora de casa, livre que nem um passarinho e o meu lema eram as festas e as mulheres e vice-versa. Tudo o resto passava-me ao lado. Até que um belo dia fui confrontado com a realidade nua e crua: tinha que ir para a tropa o que significava invariavelmente, ir para a guerra uns meses depois. E assim aconteceu. E onde é que no meio disto tudo acabei por ser feliz? Sabe meu caro Moisés? Hoje temos talvez uma noção de felicidade muito ligada ao “TER” e muito pouco ao “SER”.
    Quando cheguei a Moçambique ia carregado de MEDO. Medo sim, daquele que todos sentimos quando temos a nossa vida em perigo. Esse medo foi-se desvanecendo com o passar do tempo e comecei então a ver tudo à minha volta de uma maneira diferente. Consegui ver felicidade naquelas gentes pobres (aos nossos olhos), cujo objectivo de vida era ter o necessário para sobreviver. E não era que eram mesmo felizes com pequenas coisas que para nós eram supérfluas? Eles comiam, eles bebiam, eles riam-se, eles dançavam, e vi meninos sorrir como nunca antes tinha visto. Tentei perceber o porquê daquilo. Foi muito fácil saber, pois o materialismo que nos devora a todos, ainda não tinha ali chegado. Vivi ali dois anos que sob o ponto de vista humano foram inesquecíveis. Vi ali a simbiose perfeita entre o homem, a terra e a natureza. Dirão alguns: e não precisavam daquele conforto a que nós ocidentais estamos habituados? NÃO! Como homem (não como militar) vivi coisas que só passados muitos anos voltei a viver em terras longínquas do oriente.
    E qual era então o nosso papel como militares? Tão somente tentar não morrer e ajudar no que era necessário quando aquela gente simples era “obrigada” a alinhar num regime que mais tarde lhe foi imposto tal como me acontecera a mim.
    Muito lhe teria para contar, mas o texto já vai longo. Pode ser que um dia volte ao tema pois há muito que fiz as pazes comigo próprio e não me custa falar sobre o assunto.

    Jacinto César

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    1. Muito obrigado pelo comentario, de grande interés. É um plaçer que selha meu amigo. Um abraço.
      Moisés.

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