TRABAJADORES INMIGRANTES
MOISÉS
CAYETANO ROSADO
Leo con frecuencia mensajes sorprendentes,
hirientes, en las redes sociales. Muchos la emprenden con los inmigrantes, y
les gusta decir que vienen a España “a por las paguitas”, que “se les da bastante
más que a tu abuela, cuya pensión es miserable”. O ponen viñetas que desgarran,
como esa en que un cayuco atestado de subsaharianos se cruza con un yate de
lujo y exclaman desde el primero: “¿Dónde vais? ¡Tenéis que quedaros para
pagarnos el subsidio!”.
Conozco a muchos inmigrantes. Mi padre, en su
día, también lo fue, procedente de Argentina, en donde se habían asentado sus
padres en aquella emigración española “a la aventura” de finales del siglo XIX
y principios del XX.
Mi “médico de cabecera”, Bilal Jaafar
El-Hage, tan eficiente y generoso, tiene buena parte de la familia en su Líbano
natal, y él está aquí con esa carga lógica de nostalgia e inquietud, y goza del
cariño y respeto de sus muchos pacientes. Su amigo, el oftalmólogo Hamdy El
Sharif Ahmed, un profesional al que confiamos el cuidado de nuestra visión
sabiendo de su eficacia, acaba de regresar de Egipto, donde visitó a su hermano
médico (formado como tal en Badajoz), desplazado no hace mucho de Gaza, su
tierra natal. ¡Cuánto les debemos en Badajoz, en Extremadura, a estos dos
grandes profesionales!
Pero también vino de fuera, del Perú, Iván,
el fontanero al que recurro siempre con la confianza de que nunca me fallará, tan
profesional, simpático y correcto, trabajador incansable. O la odontóloga latinoamericana
que me atiende y que solo se queja del calor que aquí hace.
De Nicaragua y de Rumanía respectivamente son
las dos mujeres que atendieron con paciencia infinita y una dedicación de
eficacia asombrosa a mi madre y a mi suegra en sus últimos tiempos de vida.
De Marruecos son muchos de los alumnos que
tuve en Enseñanza Secundaria, tan atentos y aplicados. Hoy desempeñan trabajos
variados y forman familias ejemplares.
Unos llegaron “con los papeles en regla”, o
sea en lo que llamamos emigración legal. Otros, sorteando múltiples obstáculos
y peligros, de manera clandestina. Nada nuevo. A nosotros nos ocurrió igual en
la emigración transatlántica, e incluso en la europea, pues los datos
consulares nos han demostrado que en los años del “desarrollismo europeo”
(1960-1975) fueron más del 30% los emigrantes clandestinos. ¡E incluso en los
años cincuenta del siglo XX se publicaron decretos en España para prohibir el
trasvase desde nuestras zonas rurales a provincias como Barcelona, Vizcaya o
Madrid, con mandato a las fuerzas del orden de impedirles bajar de los trenes o
instalarse en las zonas suburbiales si no demostraban contrato de trabajo y
lugar de residencia digna!
No es cierto que venga a por la paguita, a
por los subsidios regalados. Vienen huyendo de las guerras, de las dificultades
extremas, de la pobreza y la miseria. Vienen (hay casos desviados, como en
todo, por supuesto; las barriadas suburbanas periféricas también fueron
conflictivas en nuestra emigración) buscando un acomodo digno, el pan, la
libertad, y a cambio dan su trabajo, su ejemplo contundente de lucha por la
vida.