¿CONFIAR EN LOS
DIRECTORES DE LAS SUCURSALES BANCARIAS?
Moisés Cayetano
Rosado
Tu director de la sucursal bancaria, donde
tenías los ahorros o pedías los préstamos, era como una especie laica de
confesor. Y confiabas ciegamente en él, porque su palabra rozaba lo divino. Si te
decía que la inversión a plazo fijo en que colocabas tu dinero era segura como
una cuenta corriente a la vista, allá que lo ingresabas, con una confianza
religiosa, ciega.
Luego ocurrió que fuimos convirtiéndonos en un
país modernizado, con múltiples productos de inversión y enormes posibilidades
de hacer negocios con las cuatro perras que tenías. No obstante, muchos
pensábamos que aún así, con bonanza galopante incluida, hay que tener cuidado.
Entonces, era momento de ir a confesarse con el director, que todo lo sabía.
El director aconsejaba, orientaba, te mostraba
el contrato larguísimo, ilegible, y solo había que preguntar: “¿Pero es
seguro?”. “Como si fuera un plazo fijo de libreta”, contestaba. Y confiabas el
dinero en sus manos, como a un ángel del Señor.
De eso se valieron los grandes “tiburones”. De
la incondicional seguridad que el director de sucursal nos ofrecía. Y fueron
presionados; fueron aleccionados para que
hiciesen malabares con la palabra y con los pliegos del contrato.
Llegó el momento de ofrecerte productos de alto
riesgo, disfrazados de inocentes corderos dispuestos a mover la cola a tu
placer. Y por ello, de nuevo ciegamente confiabas, sin leer los laberínticos contratos,
que siempre parecen redactados por los Hermanos Marx.
Con la ruptura de la burbuja inmobiliaria, con
el tsunami de la crisis, se descubrió el pastel montado a base de espuma y aire
contaminado de especulación, y entonces los sueños se fueron por la borda. Se
esfumaron ahorros y buenas intenciones, y apareció la cara verdadera de la
salvaje y cruel especulación.
Como siempre, los pequeños ahorradores que
habían confiado en sus directores de sucursales bancarias, quedaron a merced
del vendaval. Engañados, arruinados; víctimas todos de una confianza en el
sistema que enseñó su “patita”, como el lobo feroz, embadurnada con harina.
Emponzoñada con la cruel patraña del engaño a gente corriente por parte de los
vividores de siempre, que con su cuello blanco se van al final de rositas, sin
pagar todo el mal que nos infligen.
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