PÉRDIDA DEMOGRÁFICA Y VACIAMIENTO RURAL
Moisés Cayetano Rosado
Doctor en Geografía e
Historia
Si al comenzar el siglo XX la población
mundial era poco más de la que tiene China ahora -mil quinientos millones de
habitantes-, en la actualidad la cifra se ha disparado a siete mil ochocientos
millones, según los datos de las Naciones Unidas. Y si entonces Europa representaba
el 25%, ahora no llega al 10%, con una tendencia a la caída porcentual
preocupante, pues mientras el crecimiento vegetativo de nuestro viejo continente
es del 0’4 anual (en la Unión Europea, 0’2%), América Latina tiene el 0’9%,
Asia meridional el 1’2%, el Mundo árabe el 1’9% y África nada menos que el
2’7%, a pesar de sus altos índices de mortalidad infantil, debido a sus
elevadas tasas de natalidad, como nos muestran los datos del Banco Mundial.
En este maremágnum de cifras, debemos
señalar que solamente entre China y la India acaparan el 37% de la población
del planeta, con 2.830 millones de habitantes, a los que si sumamos el
Continente africano sube a la cifra de 4.150 millones: el 53% del total.
Nuestra país, España, con sus cuarenta y siete millones, no representa más de
un 0’6%, y casi seis millones de ellos son inmigrantes procedentes del norte de
África, Europa del Este y Latinoamérica, zonas en proceso de expansión
demográfica y densas salidas migratorias, controladas o no.
¿Qué nos revelan estos datos de cara al
futuro? Por una parte, que el área africana en general, el Mundo árabe, Asia
meridional y Latinoamérica seguirán creciendo exponencialmente, mientras que la
Unión Europea (como también Norteamérica) perderá población propia, a causa del
diferente crecimiento vegetativo de sus respectivas áreas. O sea, nosotros
somos una población envejecida, con muy poco relevo poblacional, llegando a
superar las defunciones a los nacimientos; las áreas “emergentes” o “Tercer
Mundo”, por el contrario, tienen una población con altas tasas de renovación,
muy joven, con necesidad de encontrar lugares donde desarrollar un proyecto de
vida que en sus lugares de origen lo tienen más que difícil.
Por tanto, por un lado va a resultar
cada vez más complicado retener los movimientos migratorios de esas áreas que
se van superpoblando y buscan acomodo en estas nuestras que retroceden no solo
en la participación porcentual sino en las propias cifras absolutas. Por otro
lado, el hecho de tener una población propia galopantemente envejecida
dificulta nuestro propio desarrollo productivo, por no decir el mantenimiento
de la creciente “Tercera Edad”, los jubilados, que cada vez constituirán el
grupo más importante de los habitantes del “mundo desarrollado”.
Por lo que a España respecta, en estos
días, el INE, la AIReF, la ONU y Eurostat, han indicado que necesitaríamos
quintuplicar el número de inmigrantes para sostener la jubilación. Y no
únicamente para ello, sino también para evitar la despoblación y convertirnos
en un país insignificante dentro del panorama mundial, donde ahora ocupamos aún
el puesto número 30 del ranking poblacional por naciones. Pero el resto de
Europa occidental no es ajena a esta necesidad, con lo que o ponemos “barreras
al campo” y lo dejamos así, de recreo para los pocos que queden, o se abren sus
espacios territoriales a una “nueva invasión de los bárbaros (extranjeros)”,
que dinamicen y equilibren las pirámides poblacionales, aún a costa del
“peligro civilizatorio”.
No creo que la fórmula de “animar” a la
población autóctona a tener más descendencia surta efectos. Por una parte,
porque el coste de la vida y las perspectivas laborales no están para muchos
ánimos; por otra, porque si se alcanza un buen nivel de recursos materiales,
hay una tendencia muy extendida en nuestras mentalidades actuales a disfrutar
lo más libremente de ello: viajes turísticos, consumo, hobbies, etc. en que los
hijos suponen un impedimento que muchos son los que no están dispuestos a
asumir.
Y luego está el tema recurrente del
despoblamiento rural (que se une al del despoblamiento general en nuestras
áreas culturales). España tenía en 1900 un 20% de población propiamente urbana
y 80% rural. En la actualidad es lo contrario. Tampoco en ello somos diferentes
a la tendencia general de la Unión Europea. Aunque en esto parece que todo el
mundo sigue la misma dinámica, si nos fijamos en los datos de las Naciones
Unidas y el Banco Mundial: en 1960, el 67% de la población mundial habitaba
zonas rurales; ahora es el 45%. Es decir, existe una tendencia generalizada e imparable
a la concentración en grandes áreas, metrópolis, conurbaciones, abandonando
extensos espacios rurales, de menores perspectivas laborales,
infraestructurales.
Esta polarización se vive igualmente a
la “pequeña escala regional”: véase nuestra Extremadura, con tendencia
irrefrenable al despoblamiento general y al abandono rural. Ante estos datos
objetivos, ¡a ver si los políticos son capaces de plantear remedios en medio de
sus discusiones de “galgos o podencos”!