jueves, 16 de febrero de 2012

LA CASA DESTRUIDA

        Cuando pequeño, mi padre me llevaba en primavera, sentado detrás, en su bicicleta, a coger espárragos al campo. Íbamos como a unos 10 kilómetros; era un grupo animado: sus amigos y algún amigo mío, también transportado por su padre en el portamaletas.
         Antes de iniciar el recorrido por las márgenes de la rivera, hacíamos parada y fonda en un cortijo, donde nos obsequiaban con un "sobredesayuno" apetitoso: un queso de elaboración propia extraordinario, pan del pueblo y algunos embutidos también de los cerdos que criaban por aquellos campos. Los mayores bebían vino de la bota y nosotros, los pequeños, un tazón de leche de las vacas recién ordeñadas. Luego, con fuerzas renovadas, nos lanzábamos a la búsqueda de espárragos entre fresnos, zarzas, tamujos, juncos, enredaderas... al lado mismo de una corriente de agua limpia y con peces, que nos parábamos a ver desde la orilla.
        Hoy, cuando vuelvo cada semana a mi pueblo, desde la carretera contemplo lo que queda del cortijo, lo que resta de aquellos tiempos que recuerdo felices, a pesar de tantas dificultades como atravesábamos todos: ruina, abandono, tremenda soledad.
        Aquí va una foto del mismo, y los versos que su doliente decadencia me inspiró. Como la vida misma, el desmoronamiento ha sucedido a tantas jornadas de alegría.


LA CASA DESTRUIDA

Esa casa arrumbada estaba ahí
antes de que empezara nuestra historia.
Altiva y llena de gritos de alegría,
llena de gentes, de ventanas
que con el sol se entrecerraban y luego
se volverían a abrir y recogían
la brisa de la noche, los sueños de la gente.

Era para nosotros un alto en el camino,
un sueño realizado; era un cobijo
tras la fatiga, el ajetreo, la lucha de la vida.

Y ahora de nuevo se me levanta cuando paso,
y la veo caerse lentamente, veo tristes huecos
donde hubiera ventanas, puertas, la buhardilla.
Veo desconchones en la pared que estuvo inmaculada;
apenas tejas, vigas, en la techumbre
por donde el sol castiga y cae toda la lluvia
del invierno y se pierde sin la guía
de aquellos grandes y previsores canalones.

Ya ni siquiera tiene señales de caminos
que nos acerquen hasta ella,
y he de apartar espesos matorrales, cardos y tamujos,
para llegar hasta su umbral donde ahora nadie
me recibe con los brazos abiertos
y la sonrisa enorme de los tiempos
de geranios floridos y el revuelo
de una bandada enorme de palomas.

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