viernes, 21 de junio de 2013

EL TÍO DE LAS VISTAS
MOISÉS CAYETANO ROSADO
Cuando por la Feria de San Juan llegaba a mi pueblo “el tío de las vistas”, todos los muchachos hacíamos corro a su alrededor, ante la magia fascinante de sus binoculares grandes y pesados, que llevaban al medio como una rueda giratoria con filminas imposibles de distinguir a simple vista.
Aquellos que podían pagarse el acceso al espectáculo, se encajaban el artefacto debajo de las cejas, miraban con atención por los tubos oscuros y aparecía el milagro de paisajes lejanos, de monumentos increíbles, de escenas de película, incluso de planetas cuyos nombres nos sonaban un poco de la escuela, rodeados de estrellas, en tanto el viejo de las vistas lanzaba soflamas ininteligibles.
Después leería en “Platero y yo” el capítulo cuarenta y nueve y allí encontré otra vez, identificándome, al grupo de niños extasiados delante de ese “tío de las vistas” que Juan Ramón Jiménez retrata con su dulzura triste y su denuncia larvada, en breves líneas, agudas como dardos de diana.
El tío de las vistas abre el capítulo tocando el tambor para atraer a la chiquillería, que aparece “sin dinero, las manos en el bolsillo o a la espalda”. Es la masa anhelante que debe contentarse con la fiesta preparada para otros, esos que luego llegan “con su perra en la palma de la mano”.
El poeta nos presenta una fiesta selecta en su humildad, vedada para una mayoría sin ese mínimo recurso que abre promesas como flores brillantes, misteriosas.
“-¡Ahooora se verá… al general Prim… en su caballo blancoooo…!”. Caballo blanco para unos chicos que lo más que tienen a su alcance es al burro Platero, “tierno y mimoso igual que un niño”, pero sin esa altanería de comerse al mundo que debe tener el caballo del admirado general.
“-El puerto… de Barcelona…!”. ¿A qué podía sonarnos tanta lejanía, que luego se nos hizo cercana en el rosario de cuentas alargadas que fue la emigración, arrastrando a tantos de los allí presentes?
“-Ahooora se verá… el castillo de la Habanaaaa!”. Casi nada. Todos procurando una moneda para tener acceso a semejante paraíso.
Incluso Platero, en el relato de Juan Ramón Jiménez, “mete su cabezota por entre las de los niños”. ¡Cualquiera se resiste! Es el misterio de lo desconocido. El portento que solo nos traen las grandes fiestas. Esa feria en mi pueblo, esos tiempos expectantes de la niñez, que Juan Ramón describe con dulzura, pero a la vez con un dolor larvado, por las muchas carencias que contempla.
Cuando el tío de las vistas pide su moneda a Platero, “los niños sin dinero se ríen todos sin ganas, mirando al viejo con una humilde solicitud aduladora…”.

¡Que estos tiempos terribles -oleadas de necesidad y crisis- no priven a los niños de la fantástica aventura, del mensaje universal de candor irrepetible de la feria, con sus tiovivos, caballitos, coches chocantes, bolas azucaradas de algodón, tren de los escobazos, grutas de las sorpresas… vistas del caballo de Prim, puerto de Barcelona, castillo de la Habana…, teniendo que contentarse con una sonrisa aduladora, por ver si así el tío de las vistas se apiada!

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