lunes, 3 de junio de 2013

VISITA A LA ILHA DE S. MIGUEL. AÇORES.
MOISÉS CAYETANO ROSADO
En las Islas Azores, o estás a los pies de un volcán, en las faldas del mismo, en la orilla de un cráter o dentro de la boca de éste. Apenas hay espacio para más. Todo es una continuidad volcánica, en la que muchas veces se superponen unos a otros, son continentes de algunos menores, que se alzan en las enormes bocas kilométricas.
Y entre ellas, la Isla de San Miguel -con sus 65 kilómetros de largo y 16 en lo más ancho (8 en las estrecheces), la más grande de todas-, nos ofrece en su verdor un espectáculo extraordinario de elevaciones abruptas, coronadas por lagunas apacibles, que en el caso de Furnas se rodea de fumarolas en que el vapor llena de humos blancos el ambiente, de agua en ebullición espasmódica rincones rústicos y urbanos, y de olor intenso a azufre el ambiente.
Al oeste, la doble Laguna Azul y Verde ofrece un espectáculo grandioso. Este inmenso cráter que las alberga, y donde se asienta la población de Sete Cidades, presenta diversos cráteres menores, regalándonos el conjunto un espectáculo único desde sus altos bordes. Bajando, nos vamos sumergiendo en un mundo forestal tupido, frondoso, tan alejado de lo que debió ser en su día el estallido y desahogo de los volcanes que se multiplican en la enorme cavidad de 4’35 kilómetros cuadrados.
Tomando desde allí la carretera sinuosa hasta el punto más occidental de la isla, la Ponta da Ferraria nos presenta una desolación de rocas apagadas tras haber sido sometidas a la más intensa quemazón: es un paisaje de roquedos calcinados, férreos, que se internan en el mar, con formas retorcidas, como espumas sólidas y negras, entre las que destacan cráteres menores y recodos marítimos en que el agua presenta una temperatura superior a la media del contorno e invita al chapuzón.
En este mundo de calderas inmensas, al centro de la isla tenemos otro de los grandes cráteres que nos regalan el grandioso espectáculo de los paisajes deslumbrantes: la Lagoa do Fogo, desde donde, al norte y al sur, vemos el mar que rodea a la isla, y en sus orillas las poblaciones blancas que se adaptan al espacio ligeramente llano de la costa: Ribeira Grande al norte, casi solitaria; Ponta Delgada, Lagoa, Vila de Agua de Pau, Ribeira Chã, Agua de Alto, Vila Franca do Campo… al sur. A saliente y poniente, la inmensidad verde de las faldas montañosas, con su frondosidad y… numerosas vacas que pastas tranquilas en las laderas empinadas.
Estas poblaciones ofrecen en sí un interés especial por su legado artístico, que en el caso de sus iglesias cobra especial relevancia. De un barroco esplendoroso, las portadas y ventanales se recargan en ondulaciones de piedra volcánica, con figuras geométricas variadas, en tanto el resto se encala en blanco puro. Las plazas y jardines son numerosos, amplios, armónicos, tranquilos, con abundancia de árboles grandiosos, retorcidos, casi fantasmagóricos.


Ponta Delgada, la capital, de 65.000 habitantes, es como un pueblo grande, donde predominan las casas de baja altura; las iglesias con ese barroco de sello isleño y torres elevadas, y a la orilla del mar el Forte de S. Brás -construido a mediados del siglo XVI para contener los ataques de piratas y corsarios-, cuya actividad defensiva llegó ininterrumpidamente hasta la II Guerra Mundial, en que se hicieron los últimos refuerzos exteriores: ahora sigue siendo la sede del Cuartel General de la Capitanía de las Azores, al tiempo que Museo Militar con importantes colecciones de armamentos y pertrechos de toda la Edad Moderna y Contemporánea. Una gruta volcánica (do Carvão), visitable, recorre Ponta Delgada de norte a sur, hasta llegar subterráneamente al mar.

Al este las lagunas desaparecen de las simas montañosas, pero los cortados de vértigo bajan hasta el mar; al lado mismo de la población de Nordeste, forman miradores naturales admirables, como el de Ponta do Arnel, de vistoso faro al fondo del abismo.
Pero seguramente lo que más nos llamará la atención es Furnas y su entorno. Esa Lagoa rodeada de fumarolas, con cavidades donde los lugareños introducen las ollas con cocido a portuguesa y feijoadas, que lentamente se van haciendo a lo largo de la mañana (unas cinco horas), y que podemos degustar en los restaurantes de la población. Los charcos hirvientes en el mismo casco urbano, y las fuentes de agua con fuerte olor sulfúrico, muy gaseosa y ferruginosa, bebible y “milagrosa” en proporciones comedidas, son de un atractivo especial.


Furnas lo tienen “todo”: volcanes sobre volcanes, laguna inmensa, considerables simas, valles encajados de verdor restallante, termas, vapores de agua en ebullición que -nos contaban- surgen espontáneos e inesperados incluso en los corrales (quintales) de las casas, tranquilidad, y el tiempo cambiante de la isla: tan pronto llueve y hace frío, nos envuelven las nubes, como escampa y el sol calienta e invita a desprenderse de la ropa que hemos tenido que ponernos sucesivamente.
Una isla, en fin, de sorpresas; acogedora en sus gentes, en sus paisajes, en sus discretas poblaciones tan tranquilas. Un remanso de paz y de belleza.



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