APAÑAR ACEITUNAS
Moisés
Cayetano Rosado
Cuando fui a Barcelona en enero de 1971 para
buscar trabajo, lo primero que hice fue visitar a mis paisanos en el barrio
periférico de Verdún, donde vivía una amplia colonia. Había llegado en la gran
oleada migratoria de los años sesenta, atraídos por la amplia oferta laboral,
por el efecto “llamada” de unos a otros, al encontrar acomodo.
Era anochecido y, tras saludar a varios,
tomando unos vinos en uno de los bares de la zona, comenté de pasada:
-¡Qué frío hace! Seguramente helará esta
noche.
- Frío -contestó alguno- apañando aceitunas
por los cerros del pueblo, y bien “putas” que las he pasado desde pequeños, por
un sueldo de pena.
- ¡Eso -le apoyaban otros-, que aquí estamos
trabajando bajo techo y siempre tenemos cinco duros para gastarlos donde se quiera!
-Y ya
puede llover o granizar, que siempre nos va a caer el jornal, no como allí, que
si el día estaba malo tenías que quedarte en casa sin una peseta para comprar
el pan -terciaba uno más.
Sí, esa era la diferencia, aunque luego la
nostalgia nos royera, nos estuviera sumiendo en una tristeza contenida,
malhumorada, que se desahogaba arremetiendo contra la tierra de origen, pero también
contra la de recepción. De allí, maldiciendo de la costumbre de hablarte en su
idioma y mirarte por encima del hombro, como perdonándonos la vida, ignorando
nuestro cotidiano batallar (¡cuánto aprendí sobre ello de mi amigo Francisco
Candel y su libro impactante y novedoso “Los otros catalanes”!); de aquí,
despotricando de “los señoritos” avarientos, explotadores de la tierra y los
hombres sin más recursos que sus manos.
Ahora, planeaba por encima de todas nuestras cuitas el recuerdo de la recogida de aceitunas. Levantarse antes de salir el sol, tomarse el café, alguna copa de aguardiente, una tostada… y marchar a pie, en bicicleta o en carro hacia los olivares. Todo blanco de escarcha, helado, con carámbanos en los charcos del camino y en las veredas y surcos de los olivos. Con un viento cortante, con neblina congelada azotándote la cara.
Se vareaban las ramas de donde caían las
aceitunas disfrazadas de blanco, rojas como rubíes o negras como azabache al ir
despertando con el día. Había que apañarlas a “mano desnuda”, una a una, lo que
muchos hacían con admirable destreza, con una rapidez de máquina incansable.
En un claro de la arboleda se hacía la lumbre
para que de cuando en cuando los jornaleros pudieran ir a calentarse, a
desentumecer las manos insensibilizadas por el frío extremado.
Avanzaba el día y se hacía más llevadera la
faena, pero el dolor de espaldas, las horas de estar agachados recogiendo
aceitunas, o erguidos azotando con una vara larga las ramas de los árboles, iban
derrotando los cuerpos esforzados.
Al llegar la oscurecida, se recogían los
trastos esparcidos, las mantas, las fiambreras, los botijos del agua…, los
sacos de aceitunas, y regresaban al pueblo para tomarse algún trago en la
taberna, preparar la cena, descansar… y volver otra vez muy de mañana a la
faena… si había suerte, te llamaban para continuar y… no llovía.
- ¡Aquello sí que era sufrir, por un sueldo
de miseria!, me comentaban mis paisanos.
Sí, era una vida dura, una vida insegura, una
vida plagada de necesidades de la que tantos (el 45% de los extremeños, como de
otros regiones de la España rural, así como del Alentejo, las Beiras de
Portugal, Tras-os-Montes…) marcharon hacia las zonas industriales, en los años
del desarrollismo europeo (1960-1975), buscando en el peonaje de las grandes
urbes su oportunidad para una vida mejor.
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