martes, 14 de marzo de 2017

CALCULANDO LOS HUEVOS DEL DÍA SIGUIENTE
Para saber si al día siguiente podríamos comer huevos, mi tía Elena iba cogiendo una a una a las gallinas, tan pacientes, y les hurgaba en el trasero.
- Seis para mañana, decía. O cuatro, o los que fuera. Y ya se hacía el menú, con el poco de aceite, las rebanadas de pan y la cosecha amplia de cardillos, romazas, ajos porros, de un campo abierto para todos.
Eran los tiempos de remanso, pasada la mítica cartilla con cupones y el águila enhiesta en la portada, pero también de escasas alternativas para la mayoría, que iba dándole alas a la imaginación con la prosperidad de tierras alejadas, a donde irían marchando con esperanzas y lágrimas y adioses prolongados.
Aquellas gallinas del corral acompañaban en los juegos, y estaban muy atentas siempre al movimiento de las manos, porque adivinaban en las persecuciones de los bolindres, en los pequeños hoyos que hacíamos en la tierra, su recompensa a la dádiva de huevos que canturreaban con generoso cacareo por la mañana.
Al salir de rebusca por los campos, les reservábamos también unos manojos de hierba, que las volvían locas de contento, y pateaban sobre ellos como si fueran un tablado verde y móvil donde jalear su alegría, que se manifestaba en correrías unas detrás de otras si entre el verde se ocultaba el regalo de una lombriz de tierra.
Pasados tantos años, ahí siguen las gallinas. Testigos de un tiempo de inocencia y de carencias. Igual de dadivosas. De curiosas. Lo mismo de expectantes cuando vas acercándote. Y de atrevidas, metiéndose entre las piernas cuando andas, incluso agachándose delante de los pies, aunque te las apartes con bruscas sacudidas.
A mediodía, al recoger los huevos, podemos otra vez soñar con la tía Elena, con los revueltos y tortillas, porque el milagro continúa, como si no pasara el tiempo por nosotros.

MOISÉS CAYETANO ROSADO

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