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martes, 27 de junio de 2017

De Las Batuecas y la Peña de Francia a la Sierra de Gata pasando por Coria, Ciudad Rodrigo y Almeida (III)
SAN MARTÍN, MIRANDA Y MOGARRAZ

Cuando bajas de la Peña de Francia, la oferta de pueblos por los que buscar el tiempo detenido es variada y, si no fuera por el tiempo limitado que uno se impone, daría para quedarse una larga temporada.
Puestos a escoger, paramos inmediatamente al este en San Martín del Castañar: piedra, ladrillo y adobe, tramados con madera, de abajo a arriba, constituyen su atractivo singular. Con sus poco más de doscientos habitantes, silencio monacal, sus calles laberínticas, rincones siempre preparados para admirar desde ellos los cruces estrechísimos, las balconadas con los tiestos de flores, se nos ofrece como un regalo para el paseo lento, admirativo.
Destaca al fondo su castillo del siglo XV, donde se encuentra el cementerio y un centro de interpretación “monumento a la biosfera”, que admira por su detallismo, profusión de medios gráficos y técnicos, derroche informativo y didáctico; al lado, una original y rústica plaza de toros queda a la espera de las fiestas. Pero antes habremos de recorrer su amplia plaza central en forma de embudo, con pilón granítico al medio y amplia galería de poyetes a su alrededor y cubierta de gruesos maderos: sus pocos habitantes y los ocasionales turistas vemos desde allí pasar el tiempo, apacible como los riachuelos de los alrededores, que invitan a pasar la siesta refrescándonos en sus aguas.
Entre plaza y castillo, la iglesia parroquial, comenzada a construir en el siglo XIII, del que conserva los muros exteriores y una puerta; de tres siglos más tarde es su bóveda de crucería o la airosa torre, con elevada espadaña, y ya del XVIII su capilla mayor y el cimborrio. ¡Las prisas son malas para levantar las iglesias!
De San Martín pasamos a Miranda del Castañar, al sureste, dejando al medio las aguas que no cesan de correr de sus arroyos, los robles, castaños y cerezos, que se asoman a la carretera, se “ofrecen” al viajero, tentadores.
Miranda tiene una fisonomía urbana similar. Estos pueblos de sierra se alargan en los valles y extienden sus ramales laterales, subiendo las laderas montuosas, donde se ubica el castillo (del siglo XII éste, reconstruido en el XIV), aunque ahora nos queda en el inicio del camino de subida, ganándole en altura su iglesia parroquial.
El municipio dobla en habitantes al anterior, pero también conoció tiempos mejores en que quintuplicó su población: fue en los años cuarenta, antes de que la emigración del “desarrollismo” diezmara la población, como no lo hicieron ni las guerras sucesivas de su historia. Miranda fue la capital administrativa de la Sierra de Francia tras la repoblación de Alfonso IX a comienzos del siglo XIII.
Como todos estos pueblos de la serranía, es de admirar especialmente su trama urbanística, el caserío armónico de piedra-ladrillo-adobe-madera, la vistosa sencillez de sus balcones tan floridos. ¡Y la comida serrana, donde se nos ofrecen estofados y asados de cochinillo, cordero, cabrito y ternera, aunque no falta quien ya experimenta con algunos toques de “cocina moderna”, que no son necesarios!
El día se puede completar en Mogarraz, que junto a los elementos serranos ya descritos del trazado y caserío presenta una particularidad muy singular: en buen número de fachadas de las casas e instituciones del pueblo hay grandes retratos de habitantes de la localidad, que el artista Florencio Maíllo pintó sobre chapa metálica de grandes dimensiones, tomando como referencia fotografías realizadas por Alejandro Martín Criado en otoño del año 1967 para el carnet de identidad de los protagonistas.
Son 388 imágenes en que se utiliza como técnica la encáustica, y que fueron montadas en 2012, tras cuatro años de trabajo. Así, este pueblo de trescientos habitantes, también duramente castigado por la emigración, revive el pasado a través de sus moradores de mediados del siglo XX, que nos miran atentamente desde las fachadas, álbum de piedra, cuaderno de viejas fotos familiares.
Moisés Cayetano Rosado

lunes, 26 de junio de 2017

De Las Batuecas y la Peña de Francia a la Sierra de Gata pasando por Coria, Ciudad Rodrigo y Almeida (II)
DE LA ALBERCA A LA PEÑA DE FRANCIA

Llegas a La Alberca y es como si se hubiese parado el mundo en un candor primero, en un instante puro. Huele a jamón curado y suena cuando va a entrar la noche la esquila de la “moza de las ánimas”, que en cada cruce de calle o rinconada recita su plegaria: Fieles cristianos, acordémonos de las almas benditas del Purgatorio, con un Padrenuestro y un Avemaría por el amor de Dios. Otro Padrenuestro y otro Avemaría por los que están en pecado mortal, para que su divina Majestad los saque de tan miserable estado.
En los poyetes de las puertas y chaflanes de calles, todo en granito y balconadas de madera, sostienen sin prisas el discurrir del tiempo grupos de ancianos que no se cansan nunca de esperar “porque prisa no hay”. Y, afortunadamente, “hambre tampoco hay”, como decía una vieja con el caer de la tarde, frente a uno de sus vistosos restaurantes, de jamón, carnes a la brasa y bacalao preparado de creativas maneras.
El suelo también conserva el gusto de la piedra, y a este cruzar de granito y troncos de pino y roble con que elevan sus casas se une el punto luminoso de las flores que cuelgan de balcones sobresaliendo a dos alturas.
Nos acercamos a su Iglesia parroquial, del siglo XVIII, con magnífico púlpito policromado y buenas tallas, y oímos la salmodia del rosario, que recita una anciana sentada al medio de los bancos de la nave principal y a la que “contesta” un grupo de mujeres de parecida edad. Reza la letanía y suena a tiempo congelado: “Madre purísima/ Madre castísima/ Madre siempre virgen/ Madre inmaculada”. ¡Dan ganas de arrodillarse entre los recuerdos de niñez, tardes de jueves en la escuela, maestro que ese día no pregunta la lección ni saca la palmeta y dirige los rezos condescendiente con nuestra salvaje indiferencia.
La Alberca… ¡es tan antigua como el mundo!, pero su repoblación se debe a Raimundo de Borgoña, que en el siglo XI ayuda a Alfonso VI de León en sus luchas contra los musulmanes y se casa con su hija, doña Urraca, repoblando con sus huestes la Sierra que pasará a llamarse “de Francia”.
Crucial sería que en la Peña de la Sierra de Francia, cercana a La Alberca, el francés Simon Roland encontrara una imagen románica de la Virgen en 1434. Hecho anunciado diez años antes por la “moza santa de Sequeros” (pueblo de las cercanías), pasando posteriormente por diversas vicisitudes milagreras, con lo que el Santuario de Nuestra Señora de la Peña, regido por los padres dominicos, es lugar de masiva concurrencia de peregrinos y turistas. Autobuses, coches, motos, bicicletas, ocupan las explanadas de la cúspide, a la que también llegan esforzados senderistas.
El paisaje desde lo alto es de una belleza indescriptible. Y desde los riscos de los cercanos alrededores van asomando cornamentas poderosas de las cabras montesas. Buscan lentamente acomodo a la sombra de las dependencias monacales, formando increíbles y pacíficas manadas, dejando pacientemente que los turistas, peregrinos y viajeros las fotografiemos embobados con tan curiosa y confiada compañía.
Pero, ¿cómo se pueden concentrar tantos mosquitos diminutos y estáticos en la caverna de la Virgen, en el claustro del Santuario, en su Iglesia, que se eleva como un barco de piedra de granito a 1727 metros sobre el nivel del mar? Renacimiento, barroco y neoclasicismo derrochan su técnica y su arte por las dependencias monacales, comenzadas en 1445, destacando la sacristía del siglo XVI, la portada y escalinata del siglo XVII y la torre del XVIII. Todo ello, desde los insectos al arte de la piedra, constituyen junto al paisaje inmenso de valles y montañas por donde pacen las cabras de majestuosa cornamenta, un atractivo irresistible que… aún parece no haber descubierto los turistas orientales. Cuando lo hagan, no habrá quien quepa en sus extensas explanadas.

Moisés Cayetano Rosado