EL CAMINO DE
LOS REPUBLICANOS ESPAÑOLES
(Setenta y
cinco años después)
Moisés
Cayetano Rosado
Cuando la
guerra estaba perdida, los republicanos españoles tuvieron que huir ante el
avance inmisericorde de las tropas sublevadas contra la II República. Desde el
Levante marcharían al norte de África, en penosas condiciones, pero después el
grueso de los exiliados lo hicieron por los Pirineos, especialmente desde
Barcelona y la parte septentrional de Cataluña.
A primeros
de abril de 1939, de los 450.000 refugiados, 430.000 estaba en Francia, la
mayoría en “campos de acogida”, que suena mejor que “campos de concentración”,
por el recuerdo de lo que éstos fueron en Cuba durante la guerra contra la
metrópolis (España) o lo que después serían en Alemania, bajo el terror nazi.
He visto
hace unos días el lugar donde apiñaron a más de cien mil de aquellos
desgraciados: la playa de Argelès-sur-Mer, que desde la cercana Colliure (donde
se refugió y murió nuestro gran poeta Antonio Machado) aparece hoy bucólica, tranquila.
Allí, sobre la arena -sin resguardo la mayoría o con endebles barracones en
algún momento, pasando un hambre atroz, sed, frío, azote de la arena en los
frecuentes vendavales-, eran controlados por soldados principalmente
senegaleses y argelinos que los trataban como a los peores y más peligrosos
criminales
.
Antes
habían atravesado -con la dureza del invierno- los terribles desfiladeros de
los Pirineos Orientales, luchando con la nieve, la ventisca, el terror de los
últimos bombardeos y un bloqueo incomprensible de las autoridades galas, que
les retuvieron en frontera, sin ningún auxilio o consideración. Tras ello, la
separación de las familias: los hombres por un lado, las mujeres y niños por
otro (para al final también separarlos).
Desde la
belleza de estos montes, su horizonte ondulado y la paz que en ellos se
respira, no es posible comprender tanto dolor. Dolor que se prolongaría durante
muchos años… Porque luego, con la invasión hitleriana, las condiciones extremas
se profundizaron. Y muchos fueron entregados a los que habían vencido en
nuestra guerra fratricida; otros, enrolados en la nueva contienda, conocieron
más calamidades, campos de exterminio, horrible camino hacia la muerte; unos
más tuvieron la suerte de embarcar para América, donde México sería el destino
principal de la acogida… que no fue tan solidaria como a veces nos la
imaginamos.
La
adaptación en México contó siempre con la generalizada animadversión de los
propios españoles emigrantes de anteriores hornadas, cómodamente instalados y
prevenidos contra los republicanos españoles a los que se acusaba de “horribles
comunistas y sanguinarios comecuras”. Tampoco muchas de las autoridades locales
tuvieron la consideración que se debía, y abundó la extorsión que la propia ley
facilitaba, pues cualquier extranjero alterador del orden podía ser expulsado
del país: ¡cuánto abuso amenazando cumplir con lo legislado a base de mentiras!
Sí,
terrible fue el exilio, el desarraigo, con su hambre, su dolor, con sus
separaciones, enfermedades y carencias, incomprensiones, tratos vejatorios y
torturas. Ahora lo veo, setenta y más años después de que ocurriera, desde los
bellos acantilados de Colliure, desde los verdes pasos de Le Perthus en los
agrestes Pirineos, y ante tanto sosiego, tan apacible tranquilidad, parece
hasta mentira que allí se produjera ese horroroso episodio de nuestra historia
colectiva.
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