DE LEÓN A
VILLAFRANCA DEL BIERZO, POR EL CAMINO DE SANTIAGO (I)
(De León a la
Cruz de Ferro)
Moisés Cayetano
Rosado
He visto descender a tantos caminantes por los
Pirineos y el norte de España haciendo el Camino
de Santiago que ahora, cuando vamos desde
León a Villafranca del Bierzo, no me siendo nada sorprendido al ver la cantidad de personas de todas las edades y condiciones
que lo recorren. En algunos pueblos nos dicen: “Gracias a ellos esto tiene
alguna vida, porque si no ya no quedaba un alma por estos parajes”. Y es que algo
van/vamos dejando en hospedaje, comidas y regalos.
Pero antes
de entrar en León merece acercarse -quince kilómetros hacia el este- a visitar
la iglesia de San Miguel de Escalada, del siglo X, joya del arte mozárabe
español, destacando sus arcos de herradura pronunciada en pórtico e interior.
¡Lástima que ni un solo panel, ni un mínimo folleto, nos ayuden en el
recorrido, en medio de la soledad campestre, donde un “guarda” del monumento
nos cobra la entrada y, como buenamente puede, da algunas indicaciones en medio
del lamento por los “recortes de la crisis” en cuanto a guías, ilustraciones y
atención general.
Ya
en León, lo mejor es parar cerca de la Basílica de San Isidoro,
donde contemplar no solo este monumento esencial del arte románico occidental sino
uno de los fragmentos mejor conservados de la muralla romana, que volveremos a
admirar al lado de la catedral.
Las magníficas portadas esculpidas de San
Isidoro dan acceso a un templo admirable, de Capilla Mayor gótica, con retablo
de 24 tablas excelente. Pero lo más
visitado es -con entrada inmediata exterior- el Panteón Real, del siglo XI,
que acoge los sarcófagos de 23 reyes y reinas, más otras sepulturas de la
familia real y nobleza; los frescos
románicos del siglo XII, con escenas del Nuevo Testamento y calendario agrícola
es de lo mejor que se ha realizado en pintura románica, y su estado de
conservación es admirable.
Desde allí, callejeando por el quebrado
laberinto del casco antiguo -uno de los más sugerentes lugares de “tapeo” de España, y al que llaman
significativamente “Barrio Húmedo”-, llegamos a la catedral. Un bosque de pináculos, un abigarrado ramaje de
arbotantes, en el exterior, así como una explosión de luces, colores
figurativos, brillo y esplendor en las vidrieras de su interior, de las más
notables del mundo. La riqueza escultórica gótica alcanza lo sublime en la
Virgen Blanca, instalada en el absidiolo central del transepto, y cuya
reproducción preside también la puerta central de la fachada principal del
templo.
Ya camino
de Astorga vamos viendo el reguero de peregrinos a pie y en bicicleta que pueblan
carreteras y caminos. Causa admiración esa “casa volante” que cuelga a sus
espaldas, el enorme macuto caminero que llevan incluso personas que hace ya más
de una década que rebasaron el medio siglo de su vida.
Y en
Astorga, el magnífico regalo de su catedral, su vecino Palacio Episcopal y
numerosos vestigios romanos. La primera, pedagógico “libro de arte” en que
se suceden el gótico flamígero (sobre todo en el ábside), renacimiento,
plateresco y barroco (especialmente en portada). El segundo, obra neogótica de
finales del siglo XIX, hecha por Gaudí -como la Casa de los Botines de León, en
cuya plaza (de Santo Domingo) habíamos dejado el coche, por su cercanía al
centro y amplio aparcamiento “bien cobrado”-. Los terceros, presentes en
excavaciones y en la admirable muralla que en gran parte rodea a la ciudad,
aunque bastante maltratada por construcciones adosadas y elementos de
mobiliario urbano incluso en abandono, por no decir pintadas y otros desprecios
a la historia.
Para compensar este “mal sabor”, no estará mal
comerse un cocido maragato en esta
capital de la comarca (comida “al revés”: se empieza por las carnes y se
termina por el caldo) y saborear sus
gruesos, gigantescos chocolates, para mí de los mejores, junto a los de
Toro.
Un poco más allá, a unos cinco kilómetros, la
gran sorpresa de Castrillo de los
Polvazares, uno de los pueblos más encantadores del país. De precioso
empedrado pizarroso, con amplias piezas al medio y menudas en los bordes;
puertas adinteladas enmarcadas en gruesos maderos; portalones con amplio arco
de medio punto, alternando cal y canto y
sillarejo en las fachadas; colorido en verde y rojo de esas puertas, portones y
ventanas; cubiertas de teja árabe a dos y cuatro aguas, y amplísimos corredores
de acceso a las estancias principales. Señales de riqueza en medio de la
pobreza secular de la Maragatería, foco de visitantes en fines de semana y
vacaciones, que tuvimos la suerte de recorrer en día de diario solitario.
Y veinticinco
kilómetros más allá, uno de los emblemas del Camino de Santiago: la Cruz de
Ferro, tras la que pasamos al Bierzo. Al medio de un montón de tierra y
piedras de 5 metros de diámetro (arrojadas ritualmente por peregrinos y
campesinos a lo largo de los siglos) se alza una sencilla cruz de hierro sobre
un palo desnudo. Sustitución humilde del dios Mercurio, protector de los
caminos. Desde allí ya se vislumbran los
Montes Aquilanos al oeste, y al sur la Sierra del Teleno. Paisaje calizo
moldeado por arrastre nival y la avenida de riachuelos que cobran fuerza y
grosor a medida que bajan por los montes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario