Del
castelo de Almourol a Peniche, pasando por Tomar, Batalha, Alcobaça, Nazaré y
Óbidos
BATALHA Y ALCOBAÇA, EL FULGOR CONVENTUAL (II)
Moisés Cayetano Rosado
Si
accedemos por la noche a Batalha, nos
sorprenderá el fuego de su monasterio al lado mismo de la carretera.
Demasiado al lado, por el peligro de la contaminación del tránsito rodado, pero
tan tentador que hay que hacer una parada y pasear alrededor del Convento
iluminado.
Casi
doscientos años tardó en elevarse este esplendor
del gótico conmemorativo de la victoria portuguesa en la Batalha de Aljubarrota
ante los castellanos: de 1388 a 1580. Por eso, todas las muestras del gótico
clásico y flamígero, del manuelino más radiante, están reflejados en sus muros,
sus pináculos, contrafuertes, arbotantes, el fastuoso Claustro Real (donde
destacan en especial sus ventanales afiligranados, calados como el mejor de los
bordados) y el más sobrio de D. Afonso V.
Pero
nos sorprenderán especialmente las tres naves de la Iglesia, alzándose la
central a 32’46 metros de altura; las vidrieras historiadas y multicolores de
las laterales, el transepto y la hermosísima
“Capela do Fundador” (mandada construir por D. João I para ser su panteón,
a la derecha de la entrada principal), con un total de 66 aberturas, y esas peculiares Capelas Imperfeitas, tras el
ábside, ideadas como panteón de D. Duarte, pero que no llegaron a techarse,
quedando eternamente interminadas: las obras de los Jerónimos en Lisboa
demandaron a los artistas y artesanos que allí trabajaban.
Desde
Batalha, 20 kilómetros al suroeste, podemos ir a ese otro increíble convento
que, junto a los de Tomar, Batalha y los Jerónimos forma el conjunto de “Mosteiros
Portugueses Patrimónios da Humanidade”: el de Alcobaça.
Obra del primer gótico, cisterciense, construido entre 1178 y 1254, es
una muestra -especialmente en su interior- de la sobriedad del Cister, al
tiempo que de su admirable pureza de líneas, su vertiginosa verticalidad y
esbeltos arcos apuntados que parecen elevarse al infinito.
El Claustro de D. Dinis, del siglo
XIV, conserva esa sencillez y belleza cisterciense que nos llena de admiración
por su pureza. Tiene
una segunda planta del siglo XVI, renacentista, que no desdice de la belleza de
la planta baja, encajando con armonía.
Quizá lo más visitado del Convento
sea, en el transepto, los sepulcros de D. Pedro y y Doña Inés de Castro, por lo que supone su trágica
historia; pero ya en sí son todo un acontecimiento artístico: de lo mejor de la
escultura tumularia gótica, tanto por las figuras yacentes de los personajes
como por los sarcófagos, donde sobresale en especial el Juicio Final, en el de
Doña Inés.
Una
visita a las cocinas, con gigantesca
chimenea, se hace obligada en este monasterio: nos hace recordar a las del Palacio
Nacional de Sintra, monumento civil equiparable en su grandeza.
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