EL
DESENCANTO DE LA LUCIÉRNAGA
Moisés
Cayetano Rosado
Leo la colección
de cuentos La acusación, del
escritor norcoreano con seudónimo (por razones de seguridad, se afirma) Bandi,
que en su idioma significa “luciérnaga”.
En sus notas y apéndices se explica cómo
consiguieron sacar del país el manuscrito de este ciudadano crítico con el
sistema comunista en que creyó y luego se sintió defraudado. También se destaca
ahí, e igualmente en críticas y reseñas aparecidas -tras la publicación este
mismo año en castellano, bajo el sello de “Libros del Asteroide”- que se trata
de un libro lleno de ironía y denuncias sobre el desenvolvimiento del régimen marxista
de Corea del Norte. No les falta razón, pero yo destacaría como rasgo principal el desencanto.
Bandi nos muestra en los siete cuentos que
componen la obra unas situaciones diversas, pero que tienen como denominador
común la amargura por lo que debió ser y
no fue. Por la utopía destruida, por la ilusión machacada, por el
sinsentido de un modelo vacío de ideales y lleno de formulismos, frialdad,
desconfianza, control y miedo.
No
se trata de una obra que muestre profundas crueldades y terribles sufrimientos,
donde impere el sadismo. Se trata de algo más íntimo, desgarrador e
irreversible: la huida hacia delante de un colectivo sin “alma”, dominado por
los que siempre saben aprovechar las ocasiones para medrar, fulminando a quien
pueda suponer una sombra en su camino.
El ambiente social es un ambiente de
apariencias, donde no ya la disidencia sino una supuesta falta de manifestaciones de entusiasmo y adhesión
inquebrantable son más que motivos suficientes para hundir en el olvido, la
humillación y la miseria no solo al sospechoso sino a todo el que con él se
relaciona.
Y en esa dinámica terrible se arrojan por la
borda precisamente a los que más ilusión pusieron en el encanto del cambio
prometido, a los que más trabajaron, lucharon, arriesgaron y apasionamente
sembraron la semilla de un mundo diferente. En este sentido, mi narración preferida es “Vida del caballo
tesoro”, en que un ferviente comunista derriba finalmente el olmo que
plantó en su jardín para conmemorar el triunfo de una revolución que no les
trajo ninguna de las cosas prometidas, ni en lo material ni en lo espiritual,
sino arbitrariedad, prepotencia de los que se engancharon al poder y pobreza a
los que quedaron aupándolos desde sus sueños luego destrozados. Quizá la más irónica sea la de “La ciudad
fantasma”, en que un niño de Pyongyang llora ante un retrato de Karl Marx,
confundiéndolo con Obi, monstruo de la mitología coreana, ante la desesperación
de una madre que sabe las represalias que por ello les espera… y que realmente
sufrirán.
La
rigidez del Régimen está presente en cada escena, en cada párrafo de las
distintas narraciones. El absurdo de una burocracia
irreflexiva, condenatoria, decisoria en el porvenir de cada uno de los
ciudadanos, que han perdido la cualidad de tales, pasando a ser piezas de un
engranaje en el que cualquiera puede ser apartado, condenado, al ser
considerado como “defectuoso”.
¿Qué
luz puede dar una luciérnaga en medio de tanta oscuridad?
No defiendo con esto “la otra cara de la moneda”, el neoliberalismo inmoral y
salvaje que “en el otro lado” nos domina, apuntalado por tirios y troyanos, mal
que a muchos les pese reconocer su contribución. Nada defiendo, porque los
desencantos son moneda común en todos los sistemas. Pero este ostracismo, esta
tremenda desconsideración para con las personas, en lo que ni siquiera cuenta
la heroicidad que porte su currículum (como Bandi destaca)…, esta indefensión,
este cerrar la boca sin reparar en medios ni en remedios, tiene en el libro que
ahora leo resabios que conozco de sistemas similares y que son lo contrario a
aquello por lo que se luchó.
Lean La
acusación, libro poético, y entiendan por qué Heberto Padilla escribiría: ¡Al poeta, despídanlo!/ Ese no tiene aquí nada que hacer./
No entra en el juego. Porque es un juego triste, del que se apodera la niebla, el
desencanto, y en que las aves de rapiña tienen nombres temidos, a los que se
debe venerar.
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