DESTRUCCIÓN
DE LO PROPIO
Moisés Cayetano
Rosado
Cuando ejercía de maestro en una barriada
conflictiva de Badajoz, asistíamos desolados -tras la vuelta de las vacaciones
de verano- a la visión catastrófica de las destrucciones ocasionadas en el
recinto escolar. Puertas y ventanas destrozadas, cristales rotos, mobiliario
arrasado, equipamientos sustraídos…, sabiendo que una y otra vez eran grupos de
alumnos, ex alumnos y familiares los que habían realizado el asalto, los
asaltos repetidos, incluso a veces en fines de semana del propio curso escolar.
¿Qué les movía a esta embestida, de la que en
la mayoría de las ocasiones no sacaban el mínimo provecho? ¿Cómo esa inquina
contra lo que era propiamente de ellos, colectivamente de su comunidad? ¿O no
sentían como propio el mundo de la formación académica, de la educación básica,
universal y gratuita? ¿Entendían acaso que era un modelo impuesto desde “otras
instancias” y en el que eran una especie de forzados “convidados de piedra”, de
lo que no sacarían sino pérdida de tiempo, y rompían lo que pertenecía a otros,
de lo que otros sí que verdaderamente se lucraban?
Ahora veo lo mismo en las recientes destrucciones
de la Alcazaba de Badajoz, en los arrasamientos de los jardines públicos, en la
agresión contra nuestro patrimonio monumental: violencia gratuita, de la que no
sacan otro provecho que la satisfacción de hacer un mal que a otros sí duele,
pero que pertenecen “a otro mundo”, a otro ambiente, a ese “modelo” cultural
que no sienten como propio, y lo desprecian.
Igual está pasando este verano en algunos
pueblos de nuestra geografía. Crecen en estos meses de vacaciones con la
presencia de propios y extraños en sus vacaciones estivales, duplican y más sus
habitantes, pero no todo es gozo en el reencuentro, felicidad en la inmersión
en nuestras raíces, alejadas por los caminos de la emigración tan dolorosa en
muchos casos.
Las noches de verano, con el calor, con el
tiempo libre de unas semanas fuera de la vorágine del trabajo, se convierten en
“noches en blanco”, muy propicias al jolgorio, la fiesta y convivencia. Pero
también, a veces, degeneran, y el gamberrismo se apodera de chicos y mayores,
que ven muy divertido gritar, patalear, competir en hacer el mayor ruido
posible día, noche y madrugada, cubriendo metas lamentables: aporrear puertas
cerradas, golpear ventanales, orinar en portales, apedrear macetas,
cristaleras, obturar cerraduras, rayar coches, quemar contenedores de basura…
¿No es suyo lo colectivo? ¿No merecen respeto
sus vecinos? ¿Acaso hay un rechazo a lo que ya no se tiene como lo habitual y sienten
haber sido expulsados, en su generación o en las generaciones anteriores? ¿Y
quiénes tienen la culpa: los que quedan tan solos y vacíos en nuestros pueblos,
gravemente diezmados?
Son casos, claramente, de destrucción de lo
propio, de lo que colectivamente pertenece a todos: patrimonio material común o
particular, y al agredirlo se destruye el mayor legado que tenemos: el de la
convivencia, el del mutuo respeto, el de la comprensión, la ayuda, la empatía,
la solidaridad.
¿Puede caber tanta frustración, tanto odio en
nosotros, que únicamente destrozando, molestando, amargando al prójimo,
encontramos mezquina satisfacción en nuestras vidas?
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