VISITA A LA ILHA
DE S. MIGUEL. AÇORES.
MOISÉS CAYETANO ROSADO
En las
Islas Azores, o estás a los pies de un volcán, en las faldas del mismo, en la
orilla de un cráter o dentro de la boca de éste. Apenas hay espacio para más.
Todo es una continuidad volcánica, en la que muchas veces se superponen unos a
otros, son continentes de algunos menores, que se alzan en las enormes bocas
kilométricas.
Y entre
ellas, la Isla de San Miguel -con sus 65 kilómetros de largo y 16 en lo más
ancho (8 en las estrecheces), la más grande de todas-, nos ofrece en su verdor
un espectáculo extraordinario de elevaciones abruptas, coronadas por lagunas
apacibles, que en el caso de Furnas se rodea de fumarolas en que el vapor llena
de humos blancos el ambiente, de agua en ebullición espasmódica rincones
rústicos y urbanos, y de olor intenso a azufre el ambiente.
Al
oeste, la doble Laguna Azul y Verde ofrece un espectáculo grandioso. Este
inmenso cráter que las alberga, y donde se asienta la población de Sete
Cidades, presenta diversos cráteres menores, regalándonos el conjunto un
espectáculo único desde sus altos bordes. Bajando, nos vamos sumergiendo en un
mundo forestal tupido, frondoso, tan alejado de lo que debió ser en su día el
estallido y desahogo de los volcanes que se multiplican en la enorme cavidad de
4’35 kilómetros cuadrados.
Tomando
desde allí la carretera sinuosa hasta el punto más occidental de la isla, la
Ponta da Ferraria nos presenta una desolación de rocas apagadas tras haber sido
sometidas a la más intensa quemazón: es un paisaje de roquedos calcinados,
férreos, que se internan en el mar, con formas retorcidas, como espumas sólidas
y negras, entre las que destacan cráteres menores y recodos marítimos en que el
agua presenta una temperatura superior a la media del contorno e invita al
chapuzón.
En
este mundo de calderas inmensas, al centro de la isla tenemos otro de los
grandes cráteres que nos regalan el grandioso espectáculo de los paisajes
deslumbrantes: la Lagoa do Fogo, desde donde, al norte y al sur, vemos el mar
que rodea a la isla, y en sus orillas las poblaciones blancas que se adaptan al
espacio ligeramente llano de la costa: Ribeira Grande al norte, casi solitaria;
Ponta Delgada, Lagoa, Vila de Agua de Pau, Ribeira Chã, Agua de Alto, Vila
Franca do Campo… al sur. A saliente y poniente, la inmensidad verde de las
faldas montañosas, con su frondosidad y… numerosas vacas que pastas tranquilas
en las laderas empinadas.
Estas poblaciones ofrecen en sí un interés especial por su legado artístico, que en el caso de sus iglesias cobra especial relevancia. De un barroco esplendoroso, las portadas y ventanales se recargan en ondulaciones de piedra volcánica, con figuras geométricas variadas, en tanto el resto se encala en blanco puro. Las plazas y jardines son numerosos, amplios, armónicos, tranquilos, con abundancia de árboles grandiosos, retorcidos, casi fantasmagóricos.
Ponta
Delgada, la capital, de 65.000 habitantes, es como un pueblo grande, donde
predominan las casas de baja altura; las iglesias con ese barroco de sello
isleño y torres elevadas, y a la orilla del mar el Forte de S. Brás -construido
a mediados del siglo XVI para contener los ataques de piratas y corsarios-,
cuya actividad defensiva llegó ininterrumpidamente hasta la II Guerra Mundial,
en que se hicieron los últimos refuerzos exteriores: ahora sigue siendo la sede
del Cuartel General de la Capitanía de las Azores, al tiempo que Museo Militar
con importantes colecciones de armamentos y pertrechos de toda la Edad Moderna
y Contemporánea. Una gruta volcánica (do Carvão), visitable, recorre Ponta
Delgada de norte a sur, hasta llegar subterráneamente al mar.
Al
este las lagunas desaparecen de las simas montañosas, pero los cortados de
vértigo bajan hasta el mar; al lado mismo de la población de Nordeste, forman
miradores naturales admirables, como el de Ponta do Arnel, de vistoso faro al
fondo del abismo.
Pero
seguramente lo que más nos llamará la atención es Furnas y su entorno. Esa
Lagoa rodeada de fumarolas, con cavidades donde los lugareños introducen las
ollas con cocido a portuguesa y feijoadas, que lentamente se van
haciendo a lo largo de la mañana (unas cinco horas), y que podemos degustar en
los restaurantes de la población. Los charcos hirvientes en el mismo casco
urbano, y las fuentes de agua con fuerte olor sulfúrico, muy gaseosa y
ferruginosa, bebible y “milagrosa” en proporciones comedidas, son de un
atractivo especial.
Furnas
lo tienen “todo”: volcanes sobre volcanes, laguna inmensa, considerables simas,
valles encajados de verdor restallante, termas, vapores de agua en ebullición
que -nos contaban- surgen espontáneos e inesperados incluso en los corrales (quintales) de las casas, tranquilidad, y
el tiempo cambiante de la isla: tan pronto llueve y hace frío, nos envuelven
las nubes, como escampa y el sol calienta e invita a desprenderse de la ropa
que hemos tenido que ponernos sucesivamente.
Una
isla, en fin, de sorpresas; acogedora en sus gentes, en sus paisajes, en sus
discretas poblaciones tan tranquilas. Un remanso de paz y de belleza.
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