RUMANÍA, CENICIENTA Y
PRINCESA (II)
ABRIENDO EL CORAZÓN DE RUMANÍA
Moisés Cayetano Rosado
Llegas a Bucarest y te asombran sus
grandes avenidas, su elegante monumentalidad, su verdor de flores, magníficos
jardines, arboledas.
El bullicio urbano del día y la incansable presencia ciudadana por la noche.
Pero
luego te admiras de que esto ocurra en cada pueblo, en cada ciudad que
visitamos. El vitalismo que achacamos a los pueblos mediterráneos se repite en
este hermoso país de valles y montañas
alternadas, de pulcritud y de limpieza.
¿Por
qué será que Sibiu, casi en el centro de
Rumanía, tiene en sus tejados esas buhardillas que se asoman a la calle, a
sus plazas extensas, como si fueran ojos humanos entreabiertos? ¿Cómo describir
la belleza de sus templos, los pináculos
de brillante tracería, las murallas y baluartes que circundan el sur de la
ciudad? No en balde le fue otorgado por la UNESCO el título de Patrimonio
de la Humanidad en 2004.
Y un poco más al norte, la población de
Sighisoara -también Patrimonio de la Humanidad, pequeña joya medieval, de
las mejores conservadas de Europa-, nos vuelve a plantear nuevas interrogantes,
contemplando la asombrosa presencia de su ciudadela amurallada, sus grandes
torreones, los paseos de ronda techados, puertas, casonas (incluida aquella
donde nació el mítico Conde Drácula). ¿Cómo han conseguido transmitirnos ese
delicado legado en medio de las guerras y las ocupaciones que a los rumanos les
han llegado en su historia desde todos los puntos cardinales?
Confieso,
eso sí, mi debilidad por Targu Mures, ligeramente más al norte.
Sus amplias avenidas ajardinadas, los majestuosos palacios, las dos catedrales
ortodoxas y su basílica católica, y esa extraordinaria ciudadela medieval,
artillada al comienzo de la Edad Moderna, en actual proceso de rehabilitación,
cuidadosa, ejemplar. El latir de la presencia humana en sus paseos nos
sorprende por la nutrida concurrencia de gitanos de procedencia húngara, con
las vistosas, largas faldas y blusones, joyas y abalorios en las mujeres, y los
trajes oscuros y enormes sombreros de los hombres: los volveremos a ver en más
lugares, pero no con la densidad de Targu Mures.
De
allí, merece acercarse al castro romano
mejor conservado de Rumanía, en las cercanías de Zalau, población que
atesora en su museo piezas encontradas en el mismo, así como un centro de
interpretación muy didáctico de los habitantes de la zona y el castro, de la
prehistoria hasta la ocupación romana.
Girando
al este, desde estas poblaciones de
Transilvania hacia Moldavia, el paisaje boscoso y empinado se agudiza, se
embellece aún más, y a cada rato vemos indicaciones de monasterios, que constituyen la peculiaridad más reseñable del noreste
rumano. Ocho de sus iglesias, de los siglos XV y XVI, están clasificadas
como Patrimonio de la Humanidad, destacando sus singulares pinturas bíblicas,
que cubren al completo (apenas se han perdido algunos fragmentos o paños)
interiores y exteriores de las mismas, siendo de extraordinaria calidad trazados,
composiciones, detalles expresivos y colores.
Bajando
hacia el sur, por las montañas de los Cárpatos Orientales, nos sorprenden los densísimos bosques que por momentos nos
hacen suponer que estamos en Suiza. Impolutos, llenos de contrastes:
roquedos empinados, desfiladeros, ríos torrenciales; hayas, abetos de
gigantesca espesura; lagos, valles, prados de rabioso verdor…
Llegamos así a Brasov, donde otra vez
admirmos las grandes plazas rodeadas de monumentalidad. Y su fortaleza medieval-renacentista,
de enormes paños de muralla, fosos libres y gigantescos bastiones,
meticulosamente restaurados. Un poco más
adelante, la aglomeración turística es extraordinaria: se trata del Castillo de Bran, del siglo XIV, donde
al parecer la familia del Conde Drácula pasó siendo él niño unos días, pero
la mítica novela y los “milagros” del cine lo han convertido en un “santuario
de guiris”: nada se pierde por pasar de largo por allí… ¡Princesa y cenicienta
Rumanía!
Eso
sí, unos kilómetros más al sur tenemos a
Sinaia, donde se encuentra un precioso monasterio del siglo XVII y el Castillo
de Peles, construcción neorrenacentista de finales del siglo XIX, que fue
residencia de verano de la familia real rumana, y es todo lujo, esplendor, derroche,
en medio de un envidiable paisaje.
De ahí, un salto a Bucarest. A su
bullicio. A su lujo
natural y a la elegancia lumínica de sus monumentos en la noche, que ponen un
broche de oro a un periplo inolvidable por un país merecedor de un mejor
destino que el que hoy sus gentes tienen: difícil batallar por el empleo, por
los recursos para sobrevivir, en medio del azote de la crisis que dura ya más
de 25 años, tras el yugo de otros muchos más a cargo de unos vecinos o los
otros, soviéticos al final, otomanos y húngaros antes, romanos más atrás..; tal
vez bajo el dictado alemán en estos tiempos convulsos de dura lucha para
sobrevivir.
Sempre passeando e conhecendo todos os sítios lindos. Vocês estõ cada vez mais jovens continuem assim. Bjs. Carmo Bairrada
ResponderEliminarObrigado, Carmo. Um abraço.
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