sábado, 19 de julio de 2014

RUMANÍA, CENICIENTA Y PRINCESA (II)
ABRIENDO EL CORAZÓN DE RUMANÍA

Moisés Cayetano Rosado

Llegas a Bucarest y te asombran sus grandes avenidas, su elegante monumentalidad, su verdor de flores, magníficos jardines, arboledas. El bullicio urbano del día y la incansable presencia ciudadana por la noche.
Pero luego te admiras de que esto ocurra en cada pueblo, en cada ciudad que visitamos. El vitalismo que achacamos a los pueblos mediterráneos se repite en este hermoso país de valles y montañas alternadas, de pulcritud y de limpieza.
¿Por qué será que Sibiu, casi en el centro de Rumanía, tiene en sus tejados esas buhardillas que se asoman a la calle, a sus plazas extensas, como si fueran ojos humanos entreabiertos? ¿Cómo describir la belleza de sus templos, los pináculos de brillante tracería, las murallas y baluartes que circundan el sur de la ciudad? No en balde le fue otorgado por la UNESCO el título de Patrimonio de la Humanidad en 2004.
Y un poco más al norte, la población de Sighisoara -también Patrimonio de la Humanidad, pequeña joya medieval, de las mejores conservadas de Europa-, nos vuelve a plantear nuevas interrogantes, contemplando la asombrosa presencia de su ciudadela amurallada, sus grandes torreones, los paseos de ronda techados, puertas, casonas (incluida aquella donde nació el mítico Conde Drácula). ¿Cómo han conseguido transmitirnos ese delicado legado en medio de las guerras y las ocupaciones que a los rumanos les han llegado en su historia desde todos los puntos cardinales?
Confieso, eso sí, mi debilidad por Targu Mures, ligeramente más al norte. Sus amplias avenidas ajardinadas, los majestuosos palacios, las dos catedrales ortodoxas y su basílica católica, y esa extraordinaria ciudadela medieval, artillada al comienzo de la Edad Moderna, en actual proceso de rehabilitación, cuidadosa, ejemplar. El latir de la presencia humana en sus paseos nos sorprende por la nutrida concurrencia de gitanos de procedencia húngara, con las vistosas, largas faldas y blusones, joyas y abalorios en las mujeres, y los trajes oscuros y enormes sombreros de los hombres: los volveremos a ver en más lugares, pero no con la densidad de Targu Mures.
De allí, merece acercarse al castro romano mejor conservado de Rumanía, en las cercanías de Zalau, población que atesora en su museo piezas encontradas en el mismo, así como un centro de interpretación muy didáctico de los habitantes de la zona y el castro, de la prehistoria hasta la ocupación romana.
Girando al este, desde estas poblaciones de Transilvania hacia Moldavia, el paisaje boscoso y empinado se agudiza, se embellece aún más, y a cada rato vemos indicaciones de monasterios, que constituyen la peculiaridad más reseñable del noreste rumano. Ocho de sus iglesias, de los siglos XV y XVI, están clasificadas como Patrimonio de la Humanidad, destacando sus singulares pinturas bíblicas, que cubren al completo (apenas se han perdido algunos fragmentos o paños) interiores y exteriores de las mismas, siendo de extraordinaria calidad trazados, composiciones, detalles expresivos y colores.
Bajando hacia el sur, por las montañas de los Cárpatos Orientales, nos sorprenden los densísimos bosques que por momentos nos hacen suponer que estamos en Suiza. Impolutos, llenos de contrastes: roquedos empinados, desfiladeros, ríos torrenciales; hayas, abetos de gigantesca espesura; lagos, valles, prados de rabioso verdor…
Llegamos así a Brasov, donde otra vez admirmos las grandes plazas rodeadas de monumentalidad. Y su fortaleza medieval-renacentista, de enormes paños de muralla, fosos libres y gigantescos bastiones, meticulosamente restaurados. Un poco más adelante, la aglomeración turística es extraordinaria: se trata del Castillo de Bran, del siglo XIV, donde al parecer la familia del Conde Drácula pasó siendo él niño unos días, pero la mítica novela y los “milagros” del cine lo han convertido en un “santuario de guiris”: nada se pierde por pasar de largo por allí… ¡Princesa y cenicienta Rumanía!
Eso sí, unos kilómetros más al sur tenemos a Sinaia, donde se encuentra un precioso monasterio del siglo XVII y el Castillo de Peles, construcción neorrenacentista de finales del siglo XIX, que fue residencia de verano de la familia real rumana, y es todo lujo, esplendor, derroche, en medio de un envidiable paisaje.

De ahí, un salto a Bucarest. A su bullicio. A su lujo natural y a la elegancia lumínica de sus monumentos en la noche, que ponen un broche de oro a un periplo inolvidable por un país merecedor de un mejor destino que el que hoy sus gentes tienen: difícil batallar por el empleo, por los recursos para sobrevivir, en medio del azote de la crisis que dura ya más de 25 años, tras el yugo de otros muchos más a cargo de unos vecinos o los otros, soviéticos al final, otomanos y húngaros antes, romanos más atrás..; tal vez bajo el dictado alemán en estos tiempos convulsos de dura lucha para sobrevivir.

2 comentarios:

  1. Sempre passeando e conhecendo todos os sítios lindos. Vocês estõ cada vez mais jovens continuem assim. Bjs. Carmo Bairrada

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