miércoles, 8 de enero de 2014

EL CAMINO DE LOS REPUBLICANOS ESPAÑOLES
(Setenta y cinco años después)
 
Moisés Cayetano Rosado
Cuando la guerra estaba perdida, los republicanos españoles tuvieron que huir ante el avance inmisericorde de las tropas sublevadas contra la II República. Desde el Levante marcharían al norte de África, en penosas condiciones, pero después el grueso de los exiliados lo hicieron por los Pirineos, especialmente desde Barcelona y la parte septentrional de Cataluña.
A primeros de abril de 1939, de los 450.000 refugiados, 430.000 estaba en Francia, la mayoría en “campos de acogida”, que suena mejor que “campos de concentración”, por el recuerdo de lo que éstos fueron en Cuba durante la guerra contra la metrópolis (España) o lo que después serían en Alemania, bajo el terror nazi.
He visto hace unos días el lugar donde apiñaron a más de cien mil de aquellos desgraciados: la playa de Argelès-sur-Mer, que desde la cercana Colliure (donde se refugió y murió nuestro gran poeta Antonio Machado) aparece hoy bucólica, tranquila. Allí, sobre la arena -sin resguardo la mayoría o con endebles barracones en algún momento, pasando un hambre atroz, sed, frío, azote de la arena en los frecuentes vendavales-, eran controlados por soldados principalmente senegaleses y argelinos que los trataban como a los peores y más peligrosos criminales
.
Antes habían atravesado -con la dureza del invierno- los terribles desfiladeros de los Pirineos Orientales, luchando con la nieve, la ventisca, el terror de los últimos bombardeos y un bloqueo incomprensible de las autoridades galas, que les retuvieron en frontera, sin ningún auxilio o consideración. Tras ello, la separación de las familias: los hombres por un lado, las mujeres y niños por otro (para al final también separarlos).
Desde la belleza de estos montes, su horizonte ondulado y la paz que en ellos se respira, no es posible comprender tanto dolor. Dolor que se prolongaría durante muchos años… Porque luego, con la invasión hitleriana, las condiciones extremas se profundizaron. Y muchos fueron entregados a los que habían vencido en nuestra guerra fratricida; otros, enrolados en la nueva contienda, conocieron más calamidades, campos de exterminio, horrible camino hacia la muerte; unos más tuvieron la suerte de embarcar para América, donde México sería el destino principal de la acogida… que no fue tan solidaria como a veces nos la imaginamos.

La adaptación en México contó siempre con la generalizada animadversión de los propios españoles emigrantes de anteriores hornadas, cómodamente instalados y prevenidos contra los republicanos españoles a los que se acusaba de “horribles comunistas y sanguinarios comecuras”. Tampoco muchas de las autoridades locales tuvieron la consideración que se debía, y abundó la extorsión que la propia ley facilitaba, pues cualquier extranjero alterador del orden podía ser expulsado del país: ¡cuánto abuso amenazando cumplir con lo legislado a base de mentiras!

Sí, terrible fue el exilio, el desarraigo, con su hambre, su dolor, con sus separaciones, enfermedades y carencias, incomprensiones, tratos vejatorios y torturas. Ahora lo veo, setenta y más años después de que ocurriera, desde los bellos acantilados de Colliure, desde los verdes pasos de Le Perthus en los agrestes Pirineos, y ante tanto sosiego, tan apacible tranquilidad, parece hasta mentira que allí se produjera ese horroroso episodio de nuestra historia colectiva.

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