NUESTRAS
TRISTES TARDES ALDEANAS
Moisés
Cayetano Rosado
Visitación venía todas las tardes a mi casa
para llorar. Se sentaba al lado de la radio, en una silla baja, y ponía el codo
derecho debajo de su barbilla, arrimando la oreja al altavoz lo más que se
podía, y sollozaba sin consuelo.
Aquellas pobres desgraciadas que servían en
casa de los ricos y eran seducidas por el hijo tarambana del patrón, para luego
ser abandonadas en su preñez desamparada, le provocaban unos enormes lagrimones
que iba extendiendo por la cara con su mano izquierda, mientras bizqueaba que
era una pena verla.
De entre sus preferidas, “El Látigo negro”,
donde se enfrentan el Bien y el Mal; el que explota y el que socorre a los
oprimidos; el que acosa y maltrata a la mujer y quien la salva de esa maldad
sin límites. Por no hablar, claro, de “Ama Rosa”, obra del rey de los seriales
lacrimógenos, Guillermo Sautier Casaseca: oír a Juana Ginzo -pobre sirvienta de
la casa donde ha dado a su hijo en adopción secreta- sufrir y padecer ante los
desprecios de este cruel sujeto que cree ser el hijo rico y desprecia a la
vieja sirvienta, a la que en su lecho de muerte reconoce como ¡Madre!, nos
ponía a todos, ciertamente, los pelos de punta cada tarde de su larguísima
puesta en antena.
Menos mal que en los “descansos” nos aligeraba
de penas aquel negrito del África Tropical que, como él decía, “cultivando
cantaba/ la canción del Cola-Cao”. ¡Ese sí que era feliz, haciendo triunfar a
futbolistas, nadadores, ciclistas, boxeadores!
Luego, Visitación se marchaba en silencio hacia
su casa para ponerse a tricotar, con lo que se ganaba la vida malamente. Y me
llamaba muchas veces para que le leyese cartas de su hijo y se las contestara,
pues ella era totalmente analfabeta.
Su muchacho había emigrado, como tantos, en la
riada humana de los años sesenta, que se llevó a la mayor parte de los jóvenes
del pueblo en edad laboral, camino de Madrid, de Barcelona, Bilbao, París, Zúrich,
Düsseldorf, o incluso zonas más lejanas, pues alguno llegó hasta Camberra, en
Australia, y ya sabíamos que no volveríamos a verlo nunca jamás.
Unas y otras, las cartas cruzadas comenzaban
siempre igual: “Espero que al recibo de ésta se encuentren todos bien, nosotros
bien gracias a Dios”. Luego venían por un lado el contar los progresos, lentos
pero seguros, desde fuera, y los lamentos de la ausencia, la pena de tanta
lejanía expresada al lado de la máquina de tricotar, donde seguían los llantos,
reales esta vez como la vida de una inmensa mayoría.
Visitación premiaba mi dedicación de escribano
con el préstamo de unas sabrosas fotonovelas, donde -comedidamente- jóvenes
atractivos se conocían, ilusionaba y… siempre de nuevo el tipo rico engañaba
vilmente a la sirvienta, que a ver qué haría ahora sin honra y con un hijo sin
padre que lo socorriera por la vida. ¡Menos mal que luego todo se arreglaba y
aparecía una última foto, grande, cariñosa dentro de los cánones marcados,
llena de sonrisas y de felicidad!
Se lloraba menos en las fotonovelas que en las
radionovelas y por eso nos gustaban mucho más las primeras, que además
consumíamos en comunión profunda, todos alrededor del aparato radiofónico, como
si fuese la cunita del pesebre, donde comulgábamos todos a una con la divinidad
de la palabra apasionada y el torbellino de desgracias.
Pasados tantos años, me acuerdo tan nítidamente
de la cara de mi vecina Visitación que a veces, cuando pulso la radio por la
tarde, parece que voy a oír sus pasos llegando hasta la puerta, sentándose en
la silla pequeñita de anea, moqueando como una bendita con la desgracia ajena.
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