De Madrid a Collioure, con parada y fonda en
Barcelona (II)
DE MONTSERRAT A LA SAGRADA FAMILIA Y REGRESO POR LAS RAMBLAS
Cuando llegas por la noche a la Estación de Sants,
en Barcelona, puedes sentirte un poco despistado ante la inmensidad de sus
plazas y las calles anchísimas, tan rectas, infinitas. Pero enseguida que te
orientas un poco comprendes que el
trazado de la expansión urbana barcelonesa es ideal para orientarse. El Ensanche, del arquitecto Ildefonso
Cerdá, de mediados del siglo XIX, nos ha proporcionado una ciudad en cuadrícula
con manzanas achaflanadas que permiten una visión peatonal y circulatoria
dinámica y segura.
Alrededor de la Estación hay una oferta de
hoteles para todos los gustos y posibilidades económicas (dentro de una
carestía superior a la media española), con una boca Metro siempre a mano, pues
la red del suburbano es de una densidad
envidiable, como lo es la frecuencia de paso. ¡Qué decir, también, de sus restaurantes y pequeños supermercados, que parecen abiertos a toda hora y
dispuestos a cualquier servicio… regentados y atendidos mayoritariamente por
chinos, indios y norteafricanos (algo parecido habíamos visto en Madrid). No
hay problemas para obtener en ellos comida italiana, alemana, española o mezclada
de diversas nacionalidades, sin que su precio se suba por las nubes.
Y una vez descansados, hay que planificar la
estancia. Optamos por coger un combinado
en la Estación de Plaza de España, que nos lleva a Montserrat: tren de cercanías hasta Montserrat AERI
(una hora), que hace un par de decenas de paradas antes de llegar; teleférico desde allí hasta los pies
del Monasterio benedictino (donde se rinde culto a “la Moreneta”, imagen
románica de la Virgen, encontrada según la tradición en el año 880), a donde se
llega en 5 minutos en que podemos admirar el paisaje abrupto de la montaña y
los valles de alrededor; paseo por el complejo creado en el lugar, y dos
opciones nuevas: subir montaña arriba en el funicular de Sant Joan, o bajar en el de la Santa Cova.
Como al principio le coge a uno de refresco, lo mejor es cumplir ahora con la primera
opción y echar unos minutos de funicular por el desfiladero que nos lleva a lo
alto, de donde parten diversos caminos pedestres, el principal de los
cuales nos permiten ascender aún más: de los 720 metros sobre el nivel del mar
del Monasterio a los 1.028 de la ermita tardorrománica de Sant Joan. Es buen
lugar para tomar un respiro, pero merece continuar
ascendiendo por las diversas sendas, ya que el paisaje de las enormes moles
de conglomerados (emergidos casi verticalmente del mar con la orogenia alpina
hace alrededor de 50 millones de años) y los tremendos abismos entre ellos nos
ofrecen unas vistas inigualables.
Cuando llegamos
a los 1.200 metros de altura, procediendo de la ciudad que está a nivel
mismo del mar, los oídos nos avisan de la altura. Y las sendas se hacen
estrechas, cada vez más rocosas, protegiéndonos del “mareo” y el peligro vallas
de madera a prueba de vértigo. Parece
que estuviéramos en el “Caminito del Rey”, del desfiladero de los Gaitanes de
Málaga, o el del Cares, en los Picos de Europa.
Descendiendo de nuevo, en la explanada donde
tomamos el funicular de subida, también
se nos ofrece el otro que baja a la Santa Cova, el lugar donde se
encontraría a la Virgen. Éste nos deja en la senda (construida entre 1691 y
1704) que conduce a la cueva, pasando por las estaciones penitentes de los
quince misterios, en cada uno de los cuales hay un bajo o altorrelieve,
escultura exenta o grupo historiado, elaborados entre 1896 y 1916 por diversos
artistas. La belleza del paisaje vuelve
a ser cautivante: hacia arriba las tremendas montañas enmarcando al Monasterio y
hacia abajo el valle inabarcable, lleno de verdor.
Como la
oferta restauradora es amplia y no abusiva en precios, regresaremos a
Barcelona con buen ánimo y estupendos recuerdos, ejercicio físico cumplido y
recreo visual extraordinario, que podemos completar con un vistazo de atardecer
y noche en la ciudad.
Una
buena opción es acercase al Templo de la Sagrada Familia, la titánica obra
iniciada por Antoni Gaudí en 1882 y que aún sigue en construcción,
estando prevista su terminación para dentro de más de cinco años.
Esta obra
modernista, evocadora del gótico más florido, llena de imaginación,
ensueños y caprichos, es todo un derroche de originalidad, e igualmente nos
evoca una catedral francesa de la altivez de Amiens o Reims, o una gruta
gigantesca erosionada por el viento y el agua a lo largo de siglos, de
milenios.
En
Semana Santa, además, se tiene la oportunidad de asistir a un espectáculo de
luces, de colores, sonidos y explicaciones en la fachada de la Pasión que
nos hace sentirnos ante la prédica medieval de los clérigos, acercándoles el
evangelio a los fieles iletrados, por medio de los conjuntos escultóricos que
la abarrotan. ¡Cuánto fiel y curioso alrededor procedentes de los más diversos rincones
del mundo, especialmente orientales, que todo lo invaden!
Terminado el espectáculo y rindiendo culto
también al estómago entre la múltiple oferta gastronómica de la zona, qué mejor que encaminarse (vía
metropolitano) a la Catedral y el Barrio Gótico del Casco Antiguo. Disfrutar
en la penumbra de ese gótico recreado casi todo a finales del siglo XIX y
principios del XX, llegando hasta la
Plaza de Sant Jaume, donde se encuentra el Palacio de la Generalitat frente a
frente con el Ayuntamiento, formando un conjunto monumental gótico-renacentista
meritorio.
De allí -bullicio y deambular masivo- bajamos
a Las Ramblas por la calle/carrer/ de Ferran (atestada de tiendas con todo tipo
de souvenirs), no sin antes darnos una
vuelta por la aledaña Plaza Real, neoclasicista, de mediados del siglo XIX,
porticada con arcos de medio punto, atestada de veladores y de gente.
Por el medio de Las Ramblas -columna
vertebral de la ciudad vieja- cogemos el
metro en la estación Liceu, buscando el descanso de un día de ajetreo, al
que esperan jornadas no menos movidas.
Moisés Cayetano Rosado
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