TRILOGÍA DE LA
GUERRA Y EL MIEDO
Moisés Cayetano
Rosado
Conocía, desde hace muchos años, buena parte de
la poesía de Alfonso Albalá, escritor y periodista nacido en Coria en 1924, y
muerto prematuramente, en 1973. Sin embargo, su narrativa no había llegado a
mis manos, pese a que ya en 1968 publicara dos novelas de su extraordinaria
trilogía “Historias de mi Guerra Civil”: “El secuestro” y “Los días del odio”,
ambas publicadas por la Editorial Guadarrama, de Madrid. Luego vendría, como
obra póstuma, “El fuego”, editada por Magisterio Español en 1979.
En realidad, más que historias de la Guerra
Civil española, se trata de historias y memorias durante la II República y su
prosecución en la Guerra Civil.
“Los días del odio” podría leerse como la
primera entrega de la trilogía, y en su título nos lo adelanta todo. El
enfrentamiento soterrado, los rencores amasados año tras año, generación tras
generación. La dudosa eficacia de la fórmula de “expresión de la voluntad
popular” para llegar a una pacífica convivencia: “Frente al cartel, sobre la mesa del maestro, estaban esas como
escupideras de la democracia, o de la dudosa y divertida voluntad general, que
son las urnas, donde hacía el pueblo su micción de acuerdo con la voluntad de
los caciques, ya fuera a la antigua usanza o de la nueva ola” (pg. 36).
Dura reflexión, sorprendente en un hombre tan
moderado y conciliador como Alfonso Albalá, intachable, conservador, católico
practicante, que más adelante nos sorprenderá con esta afirmación: “El caso es que los ricos eran los menos, y
ésta es la hora en que aún me pregunto
por qué estábamos nosotros de su parte. Digo que sería porque éramos
cristianos; pero es que luego he visto bien claro que era verdad lo que mi tío
Ramón decía, que los menos cristianos eran, y aún lo son, los ricos. Porque a
aquello de entonces no había derecho. Lo que vino tenía que venir, según mi
tío, a la fuerza. Y tenía que venir contra los ricos necesariamente -insistía-,
sobre todo si era cosa de Dios” (pg. 105).
Todo el relato está plagado de estas
inquietudes, de estas denuncias, que lanza a un lado y otro de las líneas de
enfrentamiento de aquellos años convulsos, dramáticos que le toco vivir.
En “El fuego”, que bien podría leer en segundo
lugar, redunda en los recuerdos anteriores. Es como un complemento de la obra
anterior, aunque más centrado en el acontecimiento tremendo del incendio
intencionado de un bar con servicio de prostitución que pusieron en Coria, en
ese tiempo de la República, teniendo Albalá alrededor de 10 años. De nuevo, la
contradicción queda de manifiesto en este diálogo sorprendente (pg. 84):
“Mi
padre fue a ver al dueño y le pidió, por nosotros, que no consintiera un hecho
como aquél: un prostíbulo allí mismo, en la muralla del pueblo.
Y
dijo el dueño:
-
Es otra renta…
Y
mi padre le dijo:
-
Pero usted es católico, es rico y, además, de derechas.
Y
él le dijo:
-
Por supuesto. Pero es que es otra renta, señor mío…”.
En toda la narración -impregnada por la
religiosidad del autor, su familia, sus allegados-, queda patente una firme
denuncia de la hipocresía y el proceder, que condena, de los ricos del entorno,
exentos de principios y atentos a la ganancia como fuera.
Y también, constantemente, la denuncia del
proceder de los activistas locales de la República, cuya conducta reprochable pone
de manifiesto, como ocurre cuando un grupo de monjas se dispone a participar en
las votaciones políticas: “Una voz cantó,
de pronto, aquella letrilla horrible que decía: Las derechas, sólo tienen/
presunción y cara dura,/ porque han sacado a votar/ a las putas de clausura”
(pg. 89 de “El fuego”).
El niño que Alfonso Albalá era durante la II
República (de siete a doce años de edad) está marcado en estas dos obras por el
miedo. Un miedo constante a lo que ve en la calle, a lo que oye, a lo que
ocurre, a lo que teme que ocurrirá, mirado desde el punto de vista de una
familia conservadora, monárquica, católica; de un niño inspirado por estos
ideales (que mantendrá a lo largo de su vida y obra), lo que no es
inconveniente para que en “El secuestro” escriba:
“Es
triste, muy triste, todo lo que viene ocurriendo. Es increíble. Un pueblo
inhabitable, absurdo, despreciable, esto es España. Un pueblo dominado por
ricos sin entrañas, por una derecha inmensa, inabarcable, cazurra, analfabeta.
No hay más que visitar enfermos, un día con otro, para conocer esta dura y
penosa realidad. Raigones de hombre diezmados por el hambre; esto son mis
enfermos. Al principio me llenaba de lástima ver cómo volvía en el verano el
horrible azote del paludismo, y comprobar cómo se consumen lentamente familias
enteras por comer sólo tocino y pan” (denuncia
puesta en boca del médico, Silverio, refugiado en un convento de monjas de
clausura cuando el peligro de muerte con el estallido de la Guerra es inminente
-pg. 182-). Palabras que nos recuerdan al Felipe Trigo de “Jarrapellejos” o de
“El médico rural”, pese a sus distintas mentalidades personales.
La trilogía que conforman estas tres obras (muy
similares las dos primeras en la trama: un niño testigo de los acontecimientos
locales durante la II República en pueblo marcadamente dividido, y específica
la tercera de lo que es una huida y ocultamiento de quien está en peligro por
esa división al desbordarse en enfrentamiento violento), se nos ofrece con una
narración marcadamente poética, llena de ritmo y de cadencia, de metáforas e
imágenes impregnadas de belleza, amena de leer, pese a la dureza de los
acontecimientos y el miedo general (y especialmente del niño) que todo lo
impregna.
“Trilogía de la guerra presentida y el miedo sostenido”
podría subtitularse esta obra emotiva, magnífica, que muy bien merecería una
nueva reedición, que nos trajera a la actualidad a un autor, Alfonso Albalá,
cuya “Poesía completa” acaba de
publicar con acierto la Editora Regional de Extremadura.
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