LISBOA, 1870.
COSTUMBRES, LITERATURA Y ARTES DEL PAÍS VECINO
Autor: Gonzalo Calvo
Asensio (Edición de Germán Rueda Hernanz).
Edita: Ediciones 19.
Madrid, 2015. 212 páginas.
Bajo edición cuidada por Germán Rueda Hernanz,
que hace la semblanza de este autor decimonónico, diplomático y periodista
nacido en los años cuarenta del siglo XIX y fallecido en 1880, aparece un libro “poco usual” -como dice el
editor en el Epílogo (pg. 203) y refleja en contraportada-, por las
afirmaciones que un diplomático -como era Gonzalo Calvo Asensio- vierte en el
mismo, con una sinceridad que no suele ser propia de la “prudencia” de su
profesión.
Ya hemos tenido ocasión de reseñar otras
publicaciones de Ediciones 19, que cumple con ellas una labor esencial de
acercamiento ibérico. Es el caso del libro de Sixto Cámara “La Unión Ibérica,
1859” o el de Fernando Cortés Cortés, “Portugal, diez siglos (XII-XXI)”. Y
ahora otro acercamiento a la “hermandad peninsular” nos llega “rescatado” -como
el de Sixto Cámara- de la segunda mitad del siglo XIX, en que el iberismo era
una bandera de progreso que encontró escaso eco popular.
Ya lo dice Gonzalo Calvo Asensio en la
Introducción de su obra: “Carísimo lector: gran sorpresa te ha de causar cuanto
en estos ligerísimos apuntes, sin pretensión alguna, te diga, por lo nuevo y original del asunto, porque
siendo español a quien me dirijo, es naturalísimo que ignore completo cuanto a
Portugal se refiera; porque hablarnos
del vecino reino es para nosotros tan extraño, como si se tratara de darnos a
conocer las costumbres, leyes y carácter de las instituciones de China”
(pg. 13).
Vienen a continuación los siete capítulos en
que divide, tratando el primero de Lisboa. Capítulo sorprendente, por la aguda,
a veces despiadada crítica que hace de la ciudad, su patrimonio
histórico-artístico, su desenvolvimiento, sus costumbres, su gente, etc. Así,
afirma: “Apenas hay un paseo que merezca tal nombre” (pg. 31), “¡Qué hermoso
río y qué puerto tan mezquino!” (pg. 33). Y cuando hace elogios, los matiza: “No
se distinguen, ciertamente, todas esas bellas calles, la Aurea, de la Plata, Augusta y de la Reina por la limpieza” (pg. 41). O vuelve a la carga: “La parte
antigua de la ciudad es generalmente triste” (pg. 44), “En cuanto a templos, no
hay ninguno que por su belleza arquitectónica merezca fijar nuestra atención”
(pg. 51), aunque manifiesta su admiración por Los Jerónimos. Y vuelve a las
matizaciones: “Monumentos que perpetúan las glorias portuguesas, no hay
ninguno, si exceptuamos el dedicado a Luis Camoes” (pg. 62), del que luego hace
una loa extensa, extendiéndose en comparaciones con el español Cervantes.
El capítulo segundo es una continuación del
primero: “La vida lisbonense”, en que no faltan “perlas” como ésta: “Como el español, el portugués es
imaginativo, poeta, poltrón, muy aficionado a hacer tiempo, poco industrial y comerciante, nada emprendedor,
amantísimo del follaje, abundantísimo de la palabrería, fanfarrón” (pg.
77). Habla de calles, bailes, ferias, carnaval, toros, fados, verbenas, que
corroboran en gran medida la sentencia anterior.
La religión es el tema del capítulo tercero,
siendo muy crítico con la religiosidad
imperante: “Por eso Portugal no es completamente libre, porque no ha
sacudido por entero el yugo de la Iglesia” (pg. 115), aunque más adelante
reconoce la escasa influencia que el clero tiene en la nación (pg. 120),
afirmando “que solo hombres firmemente liberales y revolucionarios podrán
arrancar de raíz, para desinfectar la atmósfera de los miasmas clericales y
reaccionarios” (pg. 122), con lo que muestra contundentemente su ideología
socio-política.
Y a la política dedica el cuarto capítulo,
hablando de la vida política en general, de los partidos, del federalismo, el
iberismo, y de estadistas y oradores. Denuncia la atrofia portuguesa a este
respecto (pg. 126), la lucha política, “hoy reducida a las ambiciones
personales” (pg. 132); defiendo el federalismo ibérico (pg. 137) y
subraya la altura de algunos hombres públicos que le merecen respeto, cual es
el caso de Luis Augusto Rebello da Silva, José da Silva Mendes Leal, Latino
Coelho, Andrade Corvo, Carlos Bento, Luciano de Castro, Ricardo Guimaraes,
Fontes Pereira de Melo o los condes de Sancodaes y d’Avila (pg. 144 y 145).
Pasa en el capítulo quinto a analizar la prensa
en Lisboa, tanto en el aspecto político como en el literario, estudiando
abundantes “cabeceras”, defendiéndolas con pasión como defensoras “de la
dignidad del hombre y de los derechos del ciudadano” (pg. 150).
El capítulo sexto trata de la vida literaria en
general y hace las semblanzas de Garret, Herculano y Castilho en particular,
fundamentalmente, con un interesante repaso histórico desde mediados del siglo
XII hasta su actualidad, dedicando las últimas páginas a los actores de teatro,
en que aprovecha la ocasión para hablar del mal gusto del público asistente a las funciones teatrales (pg.
181), aunque lo atribuye al “mercantilismo de más allá del Pirineo” (pg. 182).
El último Capítulo, el séptimo, lo dedica a las
relaciones entre España y Portugal, haciendo un recorrido histórico por nuestras desavenencias, con afirmaciones
tan contundentes y críticas para España como: “1640 es la era de la
emancipación. Juan IV funda la dinastía de Bragança (…) Schomberg vence en
Montes Claros; Portugal respira, y España, no… Felipe IV y Olivares se resignan
a abandonar la presa que quisieran descuartizar, avaros de su sangre y de su
oro, entre sus inquisitoriales garras” (pg. 187).
Casi al final, expone su deseo, ese deseo que
continuó largamente siendo utópico y que ahora, casi 150 años después, parece
que sí nos empeñamos en hacerlo realidad: “Tiempo es ya de que las montañas
conviértanse en delicadas líneas, las separaciones artificiales en centros de
atracción, el apartamiento forzado en voluntaria fraternidad” (pg. 198).
Libro
sin concesiones, controvertido, impulsivo, de agradable lectura, útil
para todos por la crítica y la autocrítica, y por la apuesta iberista, respetuosa, que lo sostiene.
MOISÉS CAYETANO ROSADO
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