EL DÍA DE LOS DIFUNTOS
Moisés
Cayetano Rosado
Después, por la tarde, todo era un ir y venir
de un lado al otro, donde teníamos allegados, para poner las velas y cuidar que
no se apagaran, o volver a encender las que lo hacían, cosa continua, porque el
dos de noviembre siempre era tiempo de vientos, aire arremolinado,
incontrolable.
Aún siendo niño, también después adolescente,
mi familia me encargaba estas labores, que cumplía con el orgullo de asumir una
responsabilidad trascendental.
No había que descuidarse sobre todo con el
discurrir de la comitiva del cura párroco, enlutado de los pies a la cabeza:
cruces, campanillas, velones sobre largos mástiles que le rodeaban, sostenidos
por unos aplicados monaguillos de mi edad, igualmente de negro y enaguas con
puntillas.
El cura se paraba ante los nichos de aquellos
que demandaban sus servicios: breves responsos que podían ser rezados o
cantados, siempre en latín. Rezados eran más baratos; cantados, ascendía la
cuenta, y el que tenía muchos parientes por los que allanar su camino hacia el
cielo se encontraba ante el dilema de qué encargar.
Es posible que los cantados fueran una
garantía más sólida que los rezados, además de que eran más lucidos, pero no
siempre la economía maltrecha de las familias daba para muchos dispendios;
algunos, incluso, no podían encargar ninguna salmodia redentora. Tampoco en los
lujosos panteones que ocupaban el centro del espacio sagrado había demanda de
oraciones: ya hacía tiempo que “los grandes señores”, como les llamábamos,
habían dejado de aparecer por nuestro pueblo y sus muertos quedaron tan solos
como los que lloró Bécquer en una de sus Rimas.
El encargo de mi casa era muy claro: para los
parientes fallecidos a temprana o a mediana edad, un pequeño esfuerzo monetario
que los acercara más rápidamente al cielo, pues bastante desgracia tuvieron con
que se le acortara el tiempo de la vida terrenal; para los que expiraron en la
ancianidad, con el monótono rezo era suficiente, o tal vez fuese más formal,
más adecuado a su pausado, agotado caminar en esta vida. Los monaguillos
llevaban una bolsa marrón que se iba llenando de monedas fraccionarias a medida
que avanzaban por el campo santo.
A veces nos llovía con saña, y entonces todo se nos desbarataba. Se apagaban las velas, bajaba lodo desde los tejadillos de los nichos superiores ensuciando las paredes blanqueadas, se formaba un revoltillo de flores por el suelo. Sacerdote y monaguillos corrían con gran barullo de sotanas, refugiándose en la sala de autopsias, dando al traste con las jaculatorias. Yo me quedaba allí pasmado, sin saber qué hacer, echando de menos mi impermeable, que nunca me llevaba, y al reaccionar bajaba la cuesta del cementerio empapado de pies a cabeza por la lluvia, derrotado por no haber podido cumplir enteramente mi misión.
Si todo salía bien, gozaba del tazón repleto
de leche caliente con galletas,
reconfortado en la cocina de mi casa, oyendo aún las campanas de la iglesia,
con su triste letanía, tañidas por un grupo de gozosos muchachos, que en lo
alto del campanario se atiborraban de higos secos, nueces y castañas, donadas
por los vecinos para que se les hiciera más llevadera la tarea. Si las
inclemencias del tiempo frustraban la secuencia completa de nuestros deberes
para con los fallecidos, el gozo del fogón se nos hacía un poco amargo y
desolado.
En cualquier caso, después, en el cine del
pueblo veríamos una película moralizante y triste, capaz de arrancarnos las
lágrimas que en el cementerio, con tanto trajín, nos olvidamos de sacar ante
los nichos y las tumbas de nuestros familiares.
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