viernes, 2 de febrero de 2024

PAÑUELO PALESTINO

MOISÉS CAYETANO ROSADO

Tengo un pañuelo palestino (kufiya) encima de mi mesa de lectura, mi mesa de trabajo. Cada vez que lo miro pienso que en ese momento ha muerto un niño, varios niños palestinos a manos de las potentes armas israelitas que quieren “limpiar” los suelos de Gaza y Cisjordania de terroristas, de los grupos armados de Hamás y la Yihad Islámica. Y sí, no se me olvida que también son utilizados como “escudos humanos” por los que hostigan en lucha sin cuartel a los judíos, como contestación a lo que consideran una ocupación ilegítima y progresiva del suelo que defienden.

El pañuelo es un regalo de mi médico de cabecera, el libanés Bilal Jaafar El-Hage, hombre y profesional de integridad incuestionable, de humanidad desbordante y una eficacia en la que confiamos centenares, por no decir miles de usuarios de la sanidad; él tiene familiares muy directos cerca de las zonas de conflicto. Leo en la etiqueta: “Made in Jordan”. Palestina, Líbano, Jordania, esa zona sacrificada del Oriente Próximo, tan cercana a las ciudades sagradas de su religión y aún más al fuego terrible del desentendimiento, la destrucción y la muerte indiscriminada de los más indefensos. He pisado su suelo y sentido el dolor de su gente en las calles hermosas y sencillas de sus pueblos y ciudades milenarias, y en el anhelado Jerusalén que debería ser encuentro fraternal de las tres religiones monoteístas, en lugar de refugio de intolerantes que, de una u otra forma, creen ciegamente que los “Lugares Sagrados” -sagrados para los unos y los otros- son solamente para su propio uso y salvación.

Miro el pañuelo limpio, su fondo blanco y sus entrecruzados caminos de hilo negro, reforzado en los vértices de los cuadrados que conforman; sus laberínticos, artísticos  bordes, abigarrado todo, aprisionado, como lo están los que aún sobreviven a las matanzas sucesivas. ¡Ese espectáculo insoportable de cuerpos destrozados, de sangre derramada, de falta de recursos para brindar ayuda a tantos desvalidos, entre el llanto impotente de los suyos!

“Se lo merecían, hijo, se lo merecían”, le comentaba a manera de consuelo un sacerdote cerca de las tapias del cementerio de Badajoz al periodista portugués Mario Neves. El joven reportero pasaba abatido, tras contemplar el trágico espectáculo de los fusilados en la toma de la ciudad por las tropas del teniente coronel Yagüe durante la Guerra Civil española, en 1936. ¿Se lo merecían? ¡Siempre hay una excusa para la barbarie, una justificación de los medios arrasadores utilizados por la “bondad” del fin que se persigue: aplastar a la serpiente venenosa, según su criterio, erigiéndose en una “Nueva Eva Redentora”!

No aparto la vista del pañuelo palestino. ¿Cuántos inocentes habrán muerto mientras escribo estas líneas que nada solucionan? ¿Cuántos huyendo hacia ningún destino, hacia desiertos de piedra, arena y fuego, a mares insondables sin naves salvadoras, a extraños lugares donde la  inmensa mayoría no encontrarán descanso y acomodo?

La historia catastrófica que vemos y vivimos no es nueva y seguirá, sigue, repitiéndose allá y en múltiples lugares, pues es tan vieja como el mundo, y como él seguirá dando vueltas sin parar. Pero ahora, lo que tengo en la mesa es este humilde pañuelo palestino, inmaculado, como debiera ser el suelo torturado, sangrante, que representa. Es un recordatorio de que fuera, en el mundo que nos rodea, la catástrofe sigue siendo asidua compañera; si no está en nuestras manos remediarlo, que al menos esté la expresión de nuestro sentimiento solidario y la revuelta contra la sangre inocente derramada.

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