jueves, 17 de octubre de 2024

AQUELLOS VERANOS DE LOS AÑOS SESENTA

Los que vivíamos al borde de aquellas carreteras nacionales por donde transitaban los coches de turistas extranjeros, nos sentíamos bastante afortunados. Ellos creían que, como en sus países de origen había gasolineras a cada pocos kilómetros, aquí sería lo mismo, y veían alarmados que pasaban largos páramos sin asomo de surtidores donde asegurar la prosecución de la marcha y tomar algún refresco en medio del calor que arrasaba. ¡Pobres gentes de los países del frío, sin que hubiera aún en los automóviles aire acondicionado!

Los jóvenes y otros menos jóvenes de entonces, estábamos en la plaza, en medio del sofoco de la tarde, porque era casi seguro que algún coche dejaría la carretera para llegar a donde estábamos. Preguntaban, angustiados, haciéndose entender mediante señas, por el lugar dónde podrían llenar su depósito de gasolina, y nosotros le indicábamos la casa de alguno de los taxistas a tiempo parcial de nuestro pueblo.

Era el momento de ver bajar del auto, para reconfortarse en el bar, a “las suecas”. Entonces, toda turista era sueca, porque para nosotros el mundo se dividía en dos “especies humanas”: españoles y suecos/suecas, como para Lola Flores los idiomas que se hablaban eran dos: español y extranjero.

Veíamos a las valquirias rubias, con sus pantalones cortos  y sus camisetas ajustadas, de tirantes finos y escotes de infarto, y eso nos recompensaba del calorato de la tarde, allí apostados con la esperanza, tantas veces cumplida, de verlas aparecer calle abajo, sonrientes y espléndidas.

¿Cómo no recordar la frustración de asistir a la construcción de una gasolinera en las afueras del pueblo, con su bar incluido, cuando ya estábamos tan acostumbrados a las apariciones milagrosas de las suecas? Nos quedamos allí, en la plaza desierta, y luego entrábamos a jugar una partida frustrante de cartas, pensando en un mundo de ilusiones que se nos había evaporado.

Con los años setenta, alguno que  otro pudo ir unos días a la playa. ¡Ellos sabrán cómo consiguieron el dinero…! Y regresaban contando fantasías: que algunas… ya no “suecas” sino “extranjeras” -pues cambió la denominación- iban por las orillas de arenas tan rubias como ellas con solo la pieza inferior -muy pequeña- del bañador, del bikini, que en el pueblo nadie se ponía en la alberca o en el charco cercano de la rivera, hoy tan seca.

Eran los años sesenta y setenta, aún de “pertinaz sequía”, en que el régimen franquista, muy a su pesar, abrió la caja de los truenos del turismo, con sus pecaminosas osadías, pero con las divisas que nos eran tan urgentemente necesarias. Luego nos haríamos mayores, pero en la estela del tiempo quedó humeando el recuerdo de “las suecas”, y un poco menos el de “las extranjeras”, que conformaron nuestro machismo rancio, del que no sé si nos hemos librado todavía.

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