MARRUECOS: NOSTALGIA DE OLORES Y LLAMADA A LA ORACIÓN.
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Moisés Cayetano Rosado (texto y fotos)
“¡Qué bien huele; huele a mi pueblo!”, me
decía un alumno marroquí de Enseñanza Secundaria, atravesando hace unos años el
Puente Viejo de Badajoz, debajo de cuyos arcos -en el extremo de salida- había
un hato de cabras en un redil.
Y es así, en los pueblos norteños,
legendariamente belicosos en el Rif. En los valles del Alto Atlas que
“acuchillan” el país de noreste a suroeste. En las Gargantas del Dades y sus
numerosos pueblecitos con asombrosas kasbahs bereberes de rojizos muros
almenados. En los múltiples pueblos de los alrededores de Ouarzarzate, entrada al
desierto dorado del Sahara. En la desolada provincia de Zagora, lindando con la
frontera argelina. E incluso en los fértiles valles, de la norteña Arzila, a la
ya tan turística Agadir, lindando con Sidi Ifni.
Tienda comercial en pueblo marroquí
¡Qué nostalgia de olores y sabores! Las
cabras, las ovejas, el humeante té con hierba buena, los dátiles de los
extensos palmerales del Valle del Draa, con el enorme “desgarrón” de ese río
que escolta al Atlas por el sur de su intrincado, rocoso recorrido. El argán de Essaouira y Marraquech, con sus
cabras subida en el ramaje de los árboles que nos recuerdan los olivos,
“gancho” para turistas asombrados…
Esa nostalgia que he visto en tantos
marroquíes emigrantes en España, en Francia, en Bélgica, en Holanda…, a donde
han ido buscándose el sustento que la tierra de origen no les daba. Volver,
siempre volver a esta tierra dura, que por desértica en el interior
difícilmente les da para vivir. Y que por fértil en la costa es pieza codiciada
de inversores poderosos, nacionales y extranjeros, que no escatiman en recursos
de explotación, pero sí en sueldos, siempre insuficientes, miserables para el
peonaje a su servicio.
La quimera de la vuelta a los orígenes es aún
más difícil que la salida a la aventura europea, por mucho que las altas vallas
con serpentinas, la vigilancia y represión policial traten de impedirlo.
He visto en Tánger a jóvenes, adolescentes, a
niños inclusive, “perseguir” a los autobuses de turistas para introducirse en
sus bajos, en los guardabarros de las ruedas, para intentar así llegar hasta
Ceuta; he visto salir a muchos de los chasis de estos autobuses, en la
frontera, sacados a palos por vigilantes implacables, llenos de suciedad, de
carbonilla, pero dispuestos a aprovechar algún descuido, y en caso de éxito
repetir la hazaña en los barcos que pasan a la Península, a España, a la
“dorada” Europa.
En Marrakech, en tanto nos envolvía la
llamada a la oración en las distintas mezquitas de la Plaza de Yamaa el Fna,
conversaba con un conductor de motocarro que me ofrecía sus servicios para
llevarme hasta el hotel. Me señalaba a diversos subsaharianos vendiendo
baratijas al lado de los encantadores de serpientes, los amaestradores de
palomas y periquitos, los portadores de monos encadenados, los músicos de
percusión, laudes y flautas, los ciegos de pedir limosna, las dispensadoras de
henna en manos y pies de ilusionados turistas…, me señalaba -digo- a estos
pacientes jóvenes y decía:
- Están esperando reunir algún dinero para
seguir su viaje hacia Europa, que es su destino.
Pero a continuación también me confesó el
suyo: vender su motocarro, comprarse una lancha motora en Tánger, con una lona
azul para confundirse con el mar y lanzarse a la aventura, llegándose al
estrecho de Gibraltar.
- Son solo 14 kilómetros, y ya estaré en
Europa, comentaba.
- ¿Y si te descubre la policía de vigilancia?,
le pregunté.
- ¡Pues otra vez a empezar!, contestó con una
sonrisa resignada.
La voz del almuecín sonaba rítmica,
acompasada, por toda la plaza, cubierta con el humo de los asados en sus
múltiples tiendas que se montan cada día, en el rellano de este Patrimonio de
la Humanidad. Alrededor, puestos de bebidas con zumos naturales, dátiles, toda
clase de dulces almendrados, brillando con sus luces de todos los colores.
Allí mismo, la llamada a la oración hacía
prepararse, postrarse a algunos fieles, y otros se apresuraban para entrar en
las mezquitas. ¿Qué pedirían, en medio de su lucha por la vida? ¿Acaso suerte
en su proyectado embarque hacia el “paraíso terrenal” del occidente europeo,
desde donde luego soñar con los olores de su pueblo, con el “dulce” olor de las
escasas cabras que podemos contemplar en los lugares de recepción, cada vez más
alejados de lo rural, que sí persiste en este Marruecos legendario?
A nuestros ojos occidentales, Marruecos es
magia, tradición, fantasía, enormes montañas de conglomerados, caliza y
arenisca, grandes desiertos de piedra y de arena rojiza, secos lechos de ríos
ancestrales, pequeñas fortalezas medievales desde donde contemplamos valles de
palmeras oferentes, con dátiles sabrosos; curiosos mercados en sus múltiples
pueblos apenas motorizados, con burros, carros de tracción animal, viejas
motos…; ciudades donde regatear con vendedores de todos los productos; los
fantásticos zocos de Tetuán, Fez, Rabat, Meknes, Marrakech…; el legado romano
en la antigua ciudad de Volúbilis, Patrimonio de la Humanidad; el azul
“milagroso” de Chechauenne y sus rutas senderistas por los alrededores, o la kasbah
de Ait Ben Haddou, también Patrimonio de la Humanidad y referencia de míticas
películas rodadas en ella, siempre atestada de turistas.
A ojos de los oriundos, tierra amada, añorada
cuando se vaga errante por el mundo, pero soñando con salir de sus extensos
límites cuando aprieta -¡y tanto aprieta!- la necesidad, y en la llamada a la
oración se pide suerte en la partida.
“Cuánto en ti pueden padecer, oh patria/ ¡si ya tus hijos sin dolor te dejan!”, escribió Rosalía de Castro sobre los emigrantes gallegos a América. La historia se repite. Ese deseo, esa obsesión por la búsqueda de un porvenir, que -si bien o mal se logra- llevará luego a la nostalgia de esta tierra dura, variada, rica en paisajes, tradiciones, en el legado histórico y patrimonial, que es el Marruecos que tenemos ahí, al alcance de la mano, para disfrutar desde nuestra privilegiada posición occidental.
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