lunes, 6 de enero de 2020


A SEGOVIA, CON PARADA EN ÁVILA Y, DE REGRESO, EN PLASENCIA.
 
Moisés Cayetano Rosado

Salimos de Badajoz, tras un desayuno de café/chocolate, con migas y churros en el “Rincón de Vicente”, de Badajoz, siempre tan concurrido, bien servido,  módico de precio y atractivo de calidad. Vamos a Segovia, con la ilusión perdida de encontrar nieve cercana, pero la perspectiva placentera de su belleza, riqueza patrimonial urbana, compensa.
Antes paramos en Ávila, que sigue siendo una ciudad admirable, aunque ya se las ve y se las desea uno para aparcar en una zona no muy lejana de su cintura de murallas impecables. El turismo, y más en estos días de comienzo de año, es arrollador, y todo lo devora.
Siempre busco la cercanía de la Basílica de San Vicente, pues es un lugar sin par para comenzar la visita, que ha de acoger el recorrido por este magnífico templo románico, en el que el cenotafio de Vicente, Sabina y Cristeta,  santos cristianos martirizados por no adjurar de su fe, es de una belleza increíble, en sus fajas historiadas, que parecen un comic de insuperable calidad.
De ahí, hasta la cercana Catedral, por la Puerta de San Vicente. Una de las primeras catedrales góticas de la Península, con reminiscencias románicas, cuyo ábside constituye uno de los cubos (gigantesco) de la muralla medieval, cuyo adarve invita a un paseo de extraordinaria belleza, pues desde allí la vista de la propia Catedral, la Basílica de San Vicente y los otros múltiples monumentos urbanos, religiosos y civiles, resulta admirable.
Eso sí, todo es “a golpe de talón”, de talón bancario, o sea, pagando a precio generoso nuestra curiosidad cultural. Como también lo es el comer, ya que los restaurantes se “aprovechan” del tirón turístico para ofrecerte sus famosos chuletones a un precio “generoso”. Pero en fin, todo sea por la cultura espiritual y… material. Cierto que un chuletón de 750 gramos da para dos comensales, lo que unido a la bebida, algún entrante y unas yemitas de Santa Teresa hace que cada uno desembolso al menos 30 euros.
De allí a Segovia, con la barriga bien tratada, es casi como un paseo. Y la ciudad del levantamiento comunero contra Carlos I, que le costó tanta sangre, y la decapitación de su héroe, Juan Bravo (de magnífica estatua en bronce al lado de la iglesia románica de San Martín), se nos ofrece con sus múltiples atractivos: el impresionante acueducto romano, de principios del siglo II d.C., una de las imágenes más fotogénicas de España, ante cuya estampa se agolpan chinos y japoneses hasta hacerte pensar que en sus países han debido quedar muy pocos; la Catedral de gótico tardío (se estima que la última de ese estilo construida en España); el Alcázar, en la otra punta del moro en que se asienta el Casco Histórico, casi imposible de visitar por dentro en estas fechas, pues las colas ante la taquilla son interminables, pero de unas vistas impagables por fuera, con su profundísimo foso y las airosas torres terminadas en finísimas agujas; las múltiples iglesias románicas (tantas como Zamora), con sus amplios atrios y perfectos ábsides semicirculares.
Todo, eso sí, de nuevo a “golpe de tarjeta de crédito o billetera”, pues no hay barreras a la hora de cobrar entradas por doquier: como nos pasará en el Palacio de la Granja de San Ildefonso, esa hermosa estancia concebida por Felipe V de España a la manera del Palacio de Versalles, de su abuelo Luis XIV de Francia.
En Segovia, el tópico gastronómico es el cochinillo y el cordero lechal en horno de leña. Muy difícil de degustar en el archifamoso Mesón de Cándido, porque hay que hacer en estos días reserva con tiempo para lograrlo; pero la oferta es abundante, y los precios y calidades similares. Aquí la cuenta sube con respecto a Ávila. Un trozo de cochinillo o un pernil de corderito da para uno, y vale casi como el chuletón (para dos) de Ávila. Si le añades unos entrantes, la bebida y algún postre, no pienses en menos de 40 euros por persona.
En cualquier caso, son visitas que merecen la pena a estas dos ciudades mandadas a crear y poblar por Alfonso VI, con encargo a su yerno Bernardo de Borgoña, casado con doña Urraca a finales del siglo XI. Aunque con el paso de los años, especialmente Segovia, se está pareciendo peligrosamente a un “parque temático”, pues casi todo se está orientando al turismo, al turista de “admiraciones rápidas y tópicas”, y eso deforma la realidad y “artificializa” el sentido histórico, patrimonial, artístico, del lugar.
Al regresar, lo hacemos por el Valle del Jerte. No hace falta esperar a la primavera para contemplar la belleza de este valle en pronunciada “uve”, lleno de robles en lo más alto y cerezos en rampas humanizadas en el plano medio y bajo, con agua cayendo en cascada por todos los rincones y curvas del trayecto.
Y llegamos a Plasencia, la ciudad refundada por Alfonso VIII, que no ha de tenerle “envidia” a las anteriores. Su río tranquilo; sus hermosas murallas; la Plaza Mayor, tan diáfana y noble, presidida por el Palacio Municipal renacentista; los grandes palacios, caserones, iglesias, museos…; su doble Catedral: la antigua románica y la nueva plateresca… ¡y la tranquilidad de un “turismo controlado” todavía…! la hacen especialmente llamativa.
Y a la hora de comer, no me resisto a nombrar “La Pitarra del Gordo”, un bar-restaurante de lo más aconsejable: la apetitosa y bien asada  parrillada de carnes de cerdo, acompañada de jarra de vino de pitarra, da para tres comensales (17’80 euros en total). Si a ella le unes unos entrantes, como pueden ser croquetas variadas, y unas tartas de queso servidas en generosa cantidad, sale cada usuario por no más de 12 o 14 euros: la mitad que en Ávila y un tercio del precio pagado en Segovia.
Para finalizar, le pregunto a mis tres adolescentes acompañantes por cuál comida les pareció mejor. Unanimidad: la de Plasencia; después, la de Ávila, y en último lugar la de Segovia. O sea, al revés de la masificación turística y precio de cada lugar. ¡Es lo que pasa con las afluencias masivas y el marketing…!

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