DÍA DE “SAN ISIDRO
LABRADOR”
No
recuerdo que tuviese calor. Después, con los años, el sofoco se me hizo
insoportable y dejé de frecuentar la romería.
Llevábamos
tortilla de patatas, embutidos, queso de oveja, varios recipientes con gazpacho
y algo de carne para asar. Había carrozas profusamente engalanadas, que optaban
a premios humildes pero muy codiciados; competiciones de cinta en bicicleta,
cucaña, carreras de saco, y baile todo el día levantando un polvo que se pegaba
en la garganta como si fuera pasta, pasando adentro con los tragos de la bota
de vino y la cerveza. Los tenderetes de los bares se llenaban de gente y
alguno, ya a la tarde, espabilaba la modorra echándose al agua florida del
riachuelo.
El santo,
en la ermita, traído en tractor desde el pueblo, era visitado por una minoría,
pues se trataba de una fiesta religiosa llena de paganismo, confraternizaciones
y novios que se alejaban a la caída de la tarde por entre los fresnos y las
zarzas ribereños.
Un
fotógrafo, venido cada año de la capital -también lo hacía cuando la feria-,
inmortalizaba a las familias, a los corros de amigos, a los ganadores de las
exhibiciones, concursos y carreras.
Luego,
cuando las oleadas migratorias, faltaron muchos a la cita. Fue en los años
sesenta, y nos fuimos quedando sin amigos con los que trotar entre la gente por
los bares, por entre los grupos resguardados bajo encinas y alcornoques.
Hoy, las
carrozas, las cucañas, las bicicletas y las humildes lonas de los bares, han
dado paso a tiendas bien montadas, a quads, todoterrenos y una ristre enorme de
casetas donde venden cualquier cosa, incluidas baratijas de lo más inusitado,
traídas por inmigrantes de todos los lugares.
Pero el
calor aprieta. Tanto aprieta el calor, que apenas si veo la fiesta desde lejos,
fugazmente en el coche, ajeno a la celebración que no me pertenece y donde
tantos faltan, de los que fuimos entonces tan felices.
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