LA MUERTE
DE VIRGINIA, de Leonard Woolf
Por Moisés
Cayetano Rosado
Leonard
Woolf (1880-1969) publicó su autobiografía en cinco volúmenes, que cubren desde
su nacimiento hasta el mismo año de su muerte. De todos ellos, nos llega ahora
en castellano el último, que recoge los treinta años finales de su vida,
publicado por la editorial Lumen, con traducción de Miguel Temprano García.
Contiene
el libro cuatro capítulos, bajo los títulos de “Las muerte de Virginia” -que se
suicida en 1941-, “Hogarth Press” -la editorial que fundan y sostienen ambos
con tanta ilusión-, “1941-1945” -relato sosegado y sobrecogedor del tiempo de
la II Guerra Mundial- y “Todos nuestros
ayeres” -que es como un río de memorias y reencuentros con su pasado como
representante del Gobierno inglés en Ceilán- .
Político,
escritor, diplomático, editor, intelectual y memorialista, es más conocido por
haber estado casado con la inolvidable Virginia, una de las escritoras más
celebradas del siglo XX, pero en sí es uno de los personajes más completos,
interesantes y ejemplares de su época, y narrador brillante, como demuestra en
esta entrega.
El libro
lleva el título de su primer capítulo, por cuestiones comerciales, pero todo él
no tiene desperdicio. Prosa reposada, impecable, deliciosa. Y pensamientos
dignos de resaltar. Así, en “La muerte de Virginia”, escribe: “Cuando no la
encontré por ninguna parte de la casa ni en el jardín, tuve la certeza de que
se había ido al río. Corrí por los campos y casi enseguida encontré su bastón tirado
junto a la orilla. Estuve buscándola un rato y luego volví a casa y llamé a la
policía. Pasaron tres semanas hasta que encontraron su cadáver cuando unos
niños lo vieron flotando en el río” (pg. 98); con la misma serenidad termina el
capítulo, hablando del enterramiento de sus cenizas: “Había allí dos olmos muy
grandes con las ramas entrelazadas a los que siempre habíamos llamado Leonard y
Virginia. La primera semana de enero de 1943, una fuerte tormenta derribó uno
de ellos” (pg. 99). Es decir, dos años tras la muerte de Virginia, que tantas
veces remarcó la inmensa felicidad que Leonard le había proporcionado siempre.
Él le sobrevivió 28 años; no sabemos el olmo de la pareja…
El
segundo desentraña las “batallas” por mantener a flote su pequeña editorial
“Hogarth Press”, donde se publicaron a los autores y obras más importantes de
la primera mitad del siglo XX, en los géneros más dispares: ficción, viajes,
poesía, biografía, política, miscelánea, psicoanálisis… manteniendo lo que
puede parecer un milagro en el mundo de la edición “no comercial”: equilibrio
financiero y ventas.
El
tercero es un capítulo sobrecogedor, pues relata los tiempos crueles de la II
Guerra Mundial, sin olvidar la Primera, que también la sufrió. Extiende en él
sus reflexiones hasta el momento de su muerte; el trabajo político, tantas
veces realizado sin remuneración económica, como militante del Partido Laborista
Británico, recorrido por una sombra de pesimismo, sin que falten gotas de humor
y flema británica: “El mundo hoy y la historia del hormiguero humano en los
últimos cincuenta y siete años serían exactamente los mismos si me hubiese
dedicado a jugar al ping-pong en lugar de a formar parte de comités y a
escribir libros y memorandos. Por eso debo hacer ante mí mismo y ante
cualquiera que pueda leer este libro la más bien ignominiosa confesión de que
cuento en mi haber con ciento cincuenta mil o doscientas mil horas de trabajo
totalmente inútiles” (pg. 161). Arranque desesperado ante tantas calamidades
vistas y padecidas, que tienen contrapartida en su labor admirable como
político templado, ejemplar, desprendido, y como escritor notable, que tanto
nos hacer disfrutar al leerlo.
Por
último, en “Todos nuestros ayeres”, narra su vuelta a Ceilán, donde representó
al gobierno colonial de su país, tratando de humanizar la ingrata labor de la
ocupación territorial, y donde fue bien recibido y recordado. Esto le produjo
-en sus años finales- una gran compensación por toda una vida de inquietudes y
zozobras, marcada en los últimos años por el suicidio de Virginia, a la que
estaba tan unido. “Uno ha aprendido -dice finalmente- la lección de que basta
con haber vivido un día más. Y casi puede decir: “¡Envejece conmigo!/ Lo mejor aún está por venir,/ el final de la vida,
para el que se hizo el principio.” (del poeta inglés Robert Browning). Y
repetir, una vez más: “Lo importante no es llegar, sino el viaje” (pg. 213).
Y es que
la vida ¿qué es? Viaje a ninguna parte, o hacia “la mar, que es el morir”,
según las coplas de Jorge Manrique. Lo bueno está en el caminar, caminar
siempre; tener una mano, unas manos a las que asirse en el camino. Y este libro
es mano llena de sensibilidad y de dulzura, para acogerse a ella en nuestro
humano transcurrir.
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