domingo, 25 de marzo de 2012


RETORNO DESDE LA EMIGRACIÓN TRANSOCEÁNICA

Creo que me parezco a mi padre. Y mis hijos. Y sobre todo mi nieto mayor.
Mi padre pisó por primera vez suelo español con doce años. Ahí, en la foto, está con su familia (sus padres y su hermana, más unos parientes que les despedirían) en el puerto de Buenos Aires. Allí embarcaba en 1936 para no volver nunca a su país de origen, para no ver ya jamás a sus tíos maternos, sus primos, sus amigos de infancia… Para no cabalgar ya por la Pampa llevando la leche a las haciendas cercanas, ni ver a los vecinos, tan apuestos, con sus pistolas en el cinto…

 Había marchado mi abuelo veinte años atrás en busca de fortuna, al canto de sirena de unos parientes anteriormente instalados, pero no resultó; antes llegó mi abuela, con sus familiares, cuando apenas si tenía dos años. Y allí se conocieron, en la provincia de San Luis. Y batallaron hasta que desde España los padres de mi abuelo les sufragaron el regreso: los “sables” se alzaron cuando el barco que está detrás de ellos en la foto surcaba el océano. Llegarían a una nación ensangrentada, desde el país del trigo que aquí difícilmente podrían cosechar.

¡Qué escándalo provocó, por lo visto, el toque modernizante del sombrero de mi abuela en nuestros pueblos atrasados! ¡Y qué risa entre los muchachos de su edad el acento argentino de mi padre, al que le hacían hablar de continuo, entre burlones y admirados! Esas caídas cadenciosas, el llamarles de “usted”…

Me contaba hace pocos años uno de los primos de mi padre, en una visita que hice a la Argentina, cómo su madre -hermana de mi abuela- esperaba la carta mensual que desde el pueblo extremeño de adopción le enviaba. ¡Y cuánto se angustiaba si había algún retraso en el correo! Siempre pensando en esa carta, en unos tiempos en que el teléfono era mera utopía, y luego tan caro y de tan difícil conexión entre pueblos perdidos y de infinita lejanía… Noticias de la lucha por la vida, y después de las muertes familiares que nos traían un luto impotente y vacío…

Con Rosa María y mi tío en Buenos Aires.

Mi padre siempre recordó su infancia, sus correrías por las planicies gigantescas, el rancho, el afanoso trajín de sus mayores. Y mi abuela, ya muy anciana, cuando estaba muriéndose, recordaba el frío que de niña pasó atravesando los Andes (llegó con su familia por Chile -proyecto frustrado- al lugar de promisión). “¡Qué frío, qué helado es el aire de los Andes!”, repetía ochenta años después de padecerlo, entre mantas y el calor de la habitación de su agonía…

¡Cómo se le saltaban las lágrimas a mi tío en Buenos Aires cuando hablamos de estas cosas! Hoy, las distancias son otras, aunque la ausencia siempre es dolorosa. Pero el avión, los teléfonos, los correos electrónicos, las redes sociales, la conexión con vídeo… suavizan las distancias. Aunque… siempre la emigración forzada es una losa que se arrastra, y la añoranza una espina que se clava y no podemos sacarnos con la facilidad con que parece: punza los nervios y nos deja en los huesos el dolor.

4 comentarios:

  1. No sabia de este episodio de tu historia, gracias por compatirlo.

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  2. Che, te quedó bonito.
    Tiempos idos, que como las aguas, no debían regresar.
    Pero siempre está, no sé por qué, el iluminado de turno,
    que nos devuelve al pasado.
    De verdad, unas buenas letras, como siempre, no podía
    ser de otra manera.
    JUAN ANTONIO MÉNDEZ d S

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  3. Emocionante, una gozada leerlo y un ponerse en la piel de la situación tremenda y desgarrada de la emigración. Verdaderamente hay que vivirlo para comprenderlo.
    Gracias por compartirlo.

    Rosa L.

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  4. Gracias porque consigues transmitirnos emociones, sensaciones, sueños..., mediante la palabra y la foto. En definitiva, la vida misma.
    Helio.

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