CALATAÑAZOR:
MÁS QUE EL LUGAR “DONDE ALMANZOR PERDIÓ EL TAMBOR”
Moisés Cayetano Rosado
Igual
que a muchos, Calatañazor me
“sonaba” como el lugar “donde Almanzor
perdió el tambor” ante las tropas castellanas y leonesas en 1002. Y fue en
El Burgo de Osma, yendo a Soria, donde un policía municipal nos dijo que no
podíamos perdernos de manera alguna, la visita -a medio camino entre ambas
poblaciones- de Calatañazor. El policía, muy bien informado y amable, también
nos recomendó otros puntos, como La Fuentona, el Cañón del Río Lobos y la
Laguna Negra, que son una delicia natural, y de lo que ya dije algo en otras
páginas.
Pero
Calatañazor, con sus 70 habitantes de avanzada edad, nos reservaba una sorpresa
mayúscula y completa en todos los aspectos.
El origen del nombre parece
surgir del árabe Qalat
al-Nasur (o Calat al-Nusur, Calat en-Nossur y Calat-An-Asor...,
según autores), que tiene el significado de castillo del buitre, nido de
águilas para otros. Y el nombre no
puede estar mejor puesto, pues se alza sobre un peñasco enorme, calcáreo,
fuertemente karstificado, con unos espléndidos alrededores donde abundan los
fósiles del Jurásico.
Precisamente, frente al castillo, en la amplia
plaza del pueblo, al lado mismo de su recia
picota (rollo) del siglo XV, podemos ver el fósil marino más destacado: huellas de palmera de entre 10 y 25 años de
antigüedad, que llaman Piedra del Abanico, con impresiones precisas de las grandes
hojas estriadas en una oquedad de la roca y en diversas partes de su
superficie.
Y
desde allí mismo, podemos contemplar la hondonada en toda su magnífica
extensión. La llaman el "Valle de
la Sangre". Seguramente el nombre se deba al color de las aguas del
río Milanos cuando el sol, ocultándose, las refleja; pero la imaginación popular
ha forjado una leyenda con la gran batalla que cristianos y moros (al mando de
Almanzor) libraron: de sangre se empaparía la explanada, que tomó para siempre
esa coloración.
Resiste
en pie buena parte de la muralla circundante, construida en el siglo XII por
Alfonso I el Batallador. Lo que aún perdura del castillo -impresionante en lo alto- se
remonta al siglo XIV o XV, si bien algunas piedras aparejadas al modo árabe hablan de un origen anterior. Conserva también el foso, que lo aislaba y defendía por el lado de la población, derramada
a sus pies.
Desde
esa altura, la vista se pierde en la masa de 12 hectáreas del más puro sabinar de la provincia. Y vemos en la
ladera, como a doscientos metros, tres sepulturas
rupestres antropoides excavadas en roca viva, datadas sobre el siglo X, a
las que resulta fácil acceder por una vereda desde este inmenso mirador.
En
el centro del pueblo podemos admirar la
iglesia románica de Nuestra Señora del Castillo (del s. XII, reformada en el
XVI). Son de gran mérito la bóveda gótica del ábside y la portada enmarcada
en alfiz con una guirnalda ondulada tipo califal; sobre ella tres arquillos
ciegos, con columnillas -lobulado el central-, preceden a un óculo airoso,
abocinado.
El pueblo está distribuido a ambos lados de la Calle Real, pavimentada con cantos rodados,
porticada mediante puntales de madera de sabina que sustentan los pisos
superiores y cubren la acera. Resulta armoniosa su diversidad de piedra,
madera y barro, ligeramente tortuosa, con callejuelas a sus lados que nos
ofrecen rincones deliciosos.
Casas de dos plantas, levantada
en piedra la inferior, y pies derechos de sabina, unidos con entramado vegetal
o muretes de adobe o tapial, enlucido de barro, la superior. Por fuera, ostentan balcones y aleros
pronunciados, así como algunos blasones. Enormes chimeneas cónicas de ladrillos
como en falsa cúpula, y remate en chapas
lanceoladas de hierro, destacan sobre los tejados.
Casas rurales que en nada desentonan con el medio y
restaurantes donde ofrecen el sugerente
lechazo al horno, completan una oferta tentadora. Todo en medio de lo
apacible de este pueblo que parece parado a raíz de la batalla con Almanzor, y
es un remanso de paz y de belleza, donde la mano del hombre ha puesto lo justo
para completar con respetuoso urbanismo a la naturaleza.
A la entrada de la Villa, fuera del recinto amurallado,
encontraremos la ermita de la Soledad,
románica, bien restaurada, así como la ermita
de San Juan Bautista, ya en la vega, de la que solamente quedan los muros y
la puerta románica de medio punto. Alejándonos hacia La Fuentona -esa joya de agua subterránea que
mana desde inmensas galerías y forma
como una gigantesca lágrima en medio del sabinar-, la vista en lo alto de Calatañazor se nos ofrece como un gran
barco varado en el roquedo, alzado de los antiguos mares que cubrieron la
zona y conformaron el paisaje calcáreo de páramos, valles, hoces y cañones.
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