viernes, 22 de junio de 2012


BARCELONA EN EL RECUERDO

De mi estancia, a principios de los años setenta del pasado siglo, en Barcelona, conservo cuatro referencias fundamentales, que me vienen de continuo a la memoria:
En en centro (con corbata): convivencia con compañeros de trabajo.
-          El Colegio Miguel de Cervantes, en la barriada del Clot, donde con 19 años empecé a ejercer la enseñanza, con casi cuarenta niños a los que me las veía y deseaba para enseñar a leer: nunca en la carrera de Magisterio nos dijeron cómo hacerlo, sino que nos exigían conocimientos enciclopédicos de las más variadas materias científicas y pedagógicas, pero jamás una metodología y didáctica oportuna: creo que fueron ellos los que me enseñaron a enseñar.
Tertulia sabatina en café de Las Ramblas. Estoy, con abrigo, a la derecha.
-          La tertulia de los sábados en un café de las Ramblas, en donde conocí a poetas, narradores, autores de teatro y ensayistas de las más variadas procedencias (muchos, latinoamericanos exiliados), con los que luego paseaba por el barrio gótico y tomábamos cerveza negra y “chorizo al diablo”, para terminar con más cerveza y cucuruchos de patatas fritas en la Plaza Real, en tanto me aleccionaban en recursos estilísticos y  política.
El Ateneo barcelonés: en primera planta.

-          El Ateneo barcelonés, muy cerca de las Ramblas -con su enorme entrada como de carruajes y la noble escalera a la derecha- donde pasaba horas, días, leyendo multitud de periódicos, revistas, libros, en su enorme sala de lecturas, siempre silenciosa y asistida por un bibliotecario atento que  guiaba mis lecturas.
Intervención en acto festivo del Hogar Extremeño de Barcelona
-          El Hogar Extremeño de la Puerta del Ángel, punto final de mi recorrido por el Casco Antiguo, en el que encontraba siempre la palabra amiga y nostálgica de mis paisanos; también leía otro poco, jugaba partidas de ping-pong, asistía a sus interesantes veladas literarias y a los no menos atractivos bailes de domingo, mitigando mi añoranza y soledad.
Cuando he vuelto, tantos años después, casi cuarenta, solo el Ateneo mantenía su presencia prácticamente intacta. Su quietud, su noble vejez, su recia arquitectura y la misma paz en salas, pasillos, salones y patio refrescante.
El Colegio ya no es el que era: no estamos aquellos profesores bregando con la ardorosa algarabía de inquietos muchachos que nos daban la vida y la alegría, aunque a veces se perdieran los nervios, la paciencia, pero que al menos a mí me rejuvenecía incluso aún más de mi bastante cercana adolescencia.
La tertulia ha perdido todos sus componentes, vía de un nuevo destino en sus países, zonas de origen o en la muerte que a otros se ha llevado, incluido alguno de los niños que ahí se ve, gran poeta luego en su frustrada juventud.
Y el Hogar Extremeño ha tenido que dejar su emblemática sede, ese lugar que fue refugio tantas veces de mi soledad, y desde donde caminaba hasta la puerta de la Catedral -tan cercana- para ver a los jóvenes domingueros que hacían una parada, bajados de la montaña, para bailar sardanas: un gozo que nunca me perdía.
Cuando vuelva -y quiero hacerlo pronto, a ver si pasados los calores de agosto- iré de nuevo al Ateneo, a sentir que no han pasado los cuarenta años. Pero estaré huérfano de la tertulia, del Colegio, del Hogar… Aunque aún conservo la referencia de algunos compañeros literatos que por allí batallan; de alumnos con los que mantengo contacto en estas redes sociales milagrosas; de nueva sede del Hogar, que no sé si cuando pise en ella seré capaz de reconocerme entre los míos… Queda aplazada hasta entonces la narración de esta nueva experiencia en mi añorada Barcelona.

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