LA SOLIDARIDAD DEL PUEBLO PORTUGUÉS PARA CON LOS ESPAÑOLES
Por Moisés Cayetano Rosado
Cuando
visitamos los pueblos de la Raya luso-española, siempre nos salta la sangre
derramada que se encargan de recordárnosla sus fortificaciones. Amurallamientos
medievales con sabor a lucha entre musulmanes y cristianos; entre leoneses,
castellanos, portugueses. Y fortalezas abaluartadas de la Edad Moderna que nos
sitúan en los siglos difíciles de la Guerra de Restauração de la Corona
portuguesa (1640-1668), de Sucesión española (1701-1714), la Guerra de las
Naranjas (1801) y la Invasión francesa (1808-1815).
De todo
ello nos ha quedado un patrimonio histórico-artístico de una monumentalidad
extraordinaria, que nos enorgullece, pero también el testimonio del dolor. De
un pueblo sometido a continuos cercos, saqueos, violaciones y muertes; a
permanentes hambrunas, a la miseria extrema. Enfrentamiento entre vecinos que
en épocas de paz han sabido complementarse y hermanarse como pocos.
Y en este
sentido, quiero traer aquí uno de los ejemplos más emotivos de esa
compenetración, de esa solidaridad entre vecinos tan unidos, tras las múltiples
desavenencias en que los envolvieron los poderosos, los que dictan destinos,
honras, vidas de masas indefensas ante sus múltiples desmanes.
Me
refiero a la acogida que el pueblo portugués rayano brindó a los refugiados de
la Guerra Civil española de 1936-1939, y la larga posguerra de delaciones,
persecuciones y suplicios.
Maria
Dulce Antunes Simões lo relató admirablemente en su libro Barrancos na encruzilhada da Guerra Civil de Espanha, publicado por
ese municipio ejemplar en 2007, traducido y editado por la Editora Regional de
Extremadura un año después. A base de memorias y testimonios de los protagonistas,
descendientes de ellos, reflexiones propias y la colaboración del historiador
Francisco Espinosa Maestre, Maria Dulce nos presenta la valentía de un pueblo y
unos mandos y guardias de frontera, salvando la vida de cientos, más de mil
refugiados llegados de las provincias de Huelva y Badajoz a esta población
fronteriza de Barrancos, que dio acogida, protección y comida a esos
perseguidos, condenados a una segura muerte.
Barrancos
recibiría la Medalla de Extremadura en 2009 por esta ejemplar e impagable
contribución, que borra las diferencias y nos une en lo más entrañable de los
seres humanos: la solidaridad.
¡Cuántos
ejemplos emotivos conozco en otras poblaciones de frontera! En mis vecinas
Elvas y Campo Maior, a donde huyeron despavoridos republicanos españoles
procedentes de esas otras cercanas, como Alburquerque o Badajoz: nombres tan
ligados a los enfrentamientos más encarnizados de los siglos precedentes, en
acciones que arrasaron con las pocas pertenencias de subsistencia de la gente
sencilla, envileciendo en muchos casos sus comportamientos tantísimas veces
fraternales.
Nutridos
han sido los testimonios que he podido recoger de ancianos que eran jóvenes
cuando la horrible guerra y oscurísimos tiempos de posguerra en España: ¡a
cuantos se le han llenado los ojos de lágrimas cincuenta, sesenta, setenta años
después, recordando el dolor, el hambre, el frío, el desamparo extremo de mis
paisanos, llegados a sus pueblos envueltos en la mayor desolación!
Ahora,
cuando visitamos con tanta frecuencia el patrimonio fortificado de un lado y
otro de la Raya, rememoramos nuestras terribles luchas, nuestras devastaciones;
pero también debemos recordar que esos muros, esas enormes fortalezas, han
visto llegar hace setenta y seis años, setenta, sesenta… muchas centenas de
españoles que salvaron la vida, a pesar de la persecución oficial que el
salazarismo dispuso sobre ellos y el peligro que la ayuda significaba para los
portugueses de la Raya, que les abrieron solidariamente sus puertas.
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