VISIÓN DEL
CARNAVAL DE LA MANO DE JUAN RAMÓN JIMÉNEZ
MOISÉS
CAYETANO ROSADO
Juan Ramón Jiménez es el poeta de las
soledades, de las intimidades, del recogimiento y la contemplación. Una especie
de místico laico, de gran profundidad, vertida al interior.
Sin embargo, en su ternura, se asoma
intensamente al pequeño mundo que le rodea en esa obra en prosa que es una joya
siempre fresca y recurrente: “Platero y yo”. En ella, los niños, los vecinos, los visitantes del
pueblo por donde Platero hace su vida, las fiestas, los momentos del día
compartidos, celebraciones del año acompañadas… están presentes de manera dulce
y comunitaria.
Y siendo un libro tan sencillo y cercano, a
veces resulta telegráficamente duro, como en el capítulo “Los burros del
arenero”, o acerado en la crítica, como en “Los húngaros”, o de una contundente
denuncia social, cual es el caso de “El tío de las vistas” o el desesperanzador
“Juegos del anochecer”, sin olvidar su crítica al clericalismo egoísta en “Don
José, el cura”.
Entre los múltiples temas que toca en sus casi
ciento treinta breves capítulos, quiero traer ahora el referente al “Carnaval”.
Lo desarrolla en cinco párrafos, en el capítulo
ciento veintiséis, y no deja de ser curioso que lo aborde un hombre tan
contrario a las manifestaciones multitudinarias, aunque al mismo tiempo nacido
y criado tan cerca de una de las zonas con más tradición en las celebraciones:
Juan Ramón nació en Moguer, al oeste de las Marismas y de Cádiz.
¿Cómo aborda y enfoca el acontecimiento? Pues
de la mano, claro está, de su burro Platero, que abre el capítulo, sacándole al
poeta una exclamación de alabanza: “¡Qué guapo está hoy Platero!”. Y enseguida
lo acompaña de “los niños”, todos disfrazados, llenos de colores y recargados
de arabescos.
El segundo párrafo detalla el estado del
tiempo, para situarnos en la estación del año en que se desarrolla: “Agua, sol
y frío”. Párrafo explicativo (“viento agudo de la tarde”), que ya va
predisponiendo su ánimo: “las máscaras, ateridas”, sin posicionarse plenamente
todavía.
Se trata, por tanto, de una primera parte
descriptiva de la situación, envuelta en una disposición positiva, por la
transformación enmascarada de Platero, rodeado de niños, de inocencia.
Sin embargo, en el tercer párrafo hacen su
aparición “unas mujeres vestidas de locas”, que rodean a Platero. Rompen, así,
el encanto de la inocencia, del candor infantil, como atenazándolo entre sus
bromas maliciosas. O sea, la presencia de personas de más edad perturba la contemplación
serena del principio, rompiendo el encanto de la pureza.
El cuarto párrafo nos muestra la reacción de
Platero, que es su propia reacción ante el revoltillo, la mezcolanza, la
improvisación que el Carnaval significa: “Platero, indeciso, yergue las orejas,
alza la cabeza y, como un alacrán cercado por el fuego, intenta, nervioso, huir
por doquiera”. La situación, llena de gritos descontrolados, risas, canciones,
“de coplas, de panderetas y de almireces…” no le satisface en absoluto. Le
angustia, le impulsa a el apartamiento.
Y ya, en los cuatro renglones del párrafo
quinto, muestra el desenlace rupturista: “se viene a mí trotando y llorando,
caído el lujoso aparejo”. Roto el encanto, se aleja desolado, dejando atrás
-abandonado- su disfraz, al que renuncia en plena fiesta de las
transformaciones.
“Como yo -termina confesando Juan Ramón
Jiménez-, no quiere nada con los Carnavales… No servimos para estas cosas…”.
Y es que, visto desde fuera, sin la
participación directa, sin involucrarse, el Carnaval nos puede resultar hostil,
incomprensible en su provocación y en sus trasposiciones. Solo viviéndolo,
metiéndose en su nube, puede ser explosivamente gozoso en la ruptura, sueños, desvaríos,
disparatadas sinrazones.
Como el propio Juan Ramón en su Platero:
“Vestido de luto, con mi barba nazarena y mi breve sombrero negro, debo cobrar
un extraño aspecto cabalgando en la blandura gris de Platero”, escribe en el
séptimo capítulo. “¡El loco! ¡El loco! ¡El loco”, le gritan los chiquillos al
pasar, confiesa el poeta.
El loco, los locos, la locura inocente del
Carnaval, que hace más llevadera la locura cierta de la vida.
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